Epifanía vivificante





Por Francisco Burgos


Gracias a usted Poeta y Maestro Jorge Marel por invitarme. Sabe que cuenta y contará siempre con la voz independiente de este sinuano, amigo incondicional de las grandes utopías. Muy complacido también por haber conocido (a) y compartido con seres tan especiales como la poeta y prosista valluna Ana Lucía Montoya Rendón (energía y sensibilidad exquisitas); la poeta y gestora cultural de la Fundación Casa de Hierro en Barranquilla, Fabiola Acosta y su hermosa hija Faleimy, madre y hermana respectivamente de la talentosa poeta colombiana Fadir Delgado Acosta (qué noche tan maravillosa de cervezas, de música y de conversación privilegiada, interrumpida solo al filo de la madrugada por una, igual de portentosa, lluvia que nos dejó sin fluido eléctrico: nunca se me olvidará); el pintor y poeta Osvaldo Cantillo, “El pintor del mar” que reside en Puerto Colombia-Atlántico (quien terminó sorprendiéndonos la noche del sábado con dotes de compositor; merecido homenaje se le hará en próximos días en su tierra natal San Marcos-Sucre); el novelista, cuentista y ensayista Naudín Gracián (otro asiduo defensor de FestiTolú, quien nos dejó sentir también el sábado el calor de sus composiciones musicales); el escritor y ensayista sincelejano, residente en Montería, Oscar Vega (quien partió temprano y se perdió lamentablemente lo que siguió después de entrevistas; si se lo contamos no nos cree); el joven poeta colombo-venezolano Getulio Vargas Zambrano (más que promesa, un presente poético de envergadura), del Colectivo Poético MaríaMulata; nuestra amiga residente en Sincelejo, Dorki Milena Sarmiento (voz preocupada por la raza, por las huellas de su ciudad, por la libertad); a los mozuelos músicos de la Fundación Cantares, quienes nos deleitaron noche tras noche con la buena música que nos brindaron, confundida con la que, a través del viento, provenía del mar que teníamos enfrente; a las niñas declamadoras de Sahagún (que dejaron en alto el renombre de la Ciudad Cultural del Departamento de Córdoba), y más amigos todos de este evento mágico de Tolú que, en medio de tantas dificultades, apenas empieza y se proyecta, de acuerdo con las conclusiones y tareas trazadas, con vigor y sabiduría. 


Cómo olvidar entre sus asistentes al maestro Santander Flórez (leyenda viva de nuestra música popular, cantante supérstite de la Orquesta de Pello Torres, entre otras, clarinetista además; longevo y lleno de sorprendentes memoria y vitalidad); a la pintora bogotana, residente en Tolú, Martha González Farfán; al “historiador de historiadores” Jaime Zúñiga (qué personaje), autodidacta, repleto de datos y de tradición oral, a quien lo tiene sin cuidado que digan que está loco. Y a los turistas que se fueron sumando espontáneamente a la gran causa de la Poesía.

En fin, poeta y amigo Marel, en medio de tanta epifanía vivificante no puedo sentirme más que satisfecho por el deber cumplido con la amistad y con el Arte. Gracias a todos por haberme escuchado, tanto en lo poético como en lo musical. Espero que mis “sinuanatos”, en la voz y con la guitarra de su autor, en esa manera única, no esclavizada al ritmo, como me gusta interpretarlos, sigan entusiasmándolos en el recuerdo de lo gratamente compartido. Noche cómplice, sin duda, que sirvió también para evocar, a coro, viejas y siempre jóvenes canciones vallenatas y sabaneras cuyo esplendor lírico, raizal y romántico se ha ido lamentablemente perdiendo en este hoy horrible y decepcionante, servil a lo desechable, en el que impera el pendejismo comercial. 

Un fuerte abrazo para todos. Nos veremos en alguna otra oportunidad donde la Cultura nos convoque.

De naranjas a mangos


 

Por Naudín Gracián

Frases como “zapatero a tus zapatos”, “nadie da de sí lo que no tiene” o “no se le pueden pedir peras al olmo” (a nosotros nos queda más apropiado decir naranjas al mango), se vuelven tan socorridas que terminamos dejándolas a un lado, sin fijarnos en que encierran una enseñanza eterna y nunca acatada por el ser humano. Como podrían decirlo los ingenieros, médicos y hasta los pescadores y los mismos zapateros al hacer un análisis de quienes ejercen sus respectivos oficios, desde mi posición de inquieto por la pedagogía puedo afirmar que estas frases ilustran una falencia nunca superada en la enseñanza: el problema fundamental de la mayoría de los profesores de literatura es que les toca enseñar a hacer algo que ellos no saben hacer, y a amar algo que detestan.

Una de las incoherencias más abismales que se presenta en el aula de clases, es cuando encontramos a profesores que, por ejemplo, exigen a sus alumnos, so pena de perder la materia, que escriban un cuento, un poema, ensayo, crónica, etc., cuando no les han enseñado a hacerlo porque, en la mayoría de los casos, ellos mismos no son capaces de hacerlo. Normalmente se está pretendiendo que enseguida de que se le diga al estudiante en qué consiste una clase de texto, su evolución, principales cultores y características, éste automáticamente redacte uno de esos textos. Es normal entonces que ese estudiante se estrelle con la evidencia de que “del dicho al hecho hay mucho trecho”, y luego, como reacción natural ante el fracaso, le coja fobia a esa actividad.

Como en la enseñanza de una segunda lengua, en la cual el profesor primero pronuncia el sonido y luego los estudiantes inicialmente repiten en grupo, para irse tomando confianza, y luego lo hacen de forma individual; para aprender a redactar un texto, el profesor primero debe analizar con sus estudiantes varios del mismo género y luego crear uno con sus alumnos en clase, animándolos a hacer aportaciones en ideas, en la coherencia y corrección del idioma, para que entonces pueda insinuarles que “se tiren al ruedo y tomen el toro por los cachos” de forma individual. Recuerdo que una de las primeras tareas que me pusieron en la universidad fue hacer un ensayo sobre un texto; lo presenté con enormes dudas pues no sabía qué era un ensayo y mucho menos cómo se hacía, me pusieron una excelente nota y me quedé con las mismas dudas durante mucho tiempo, pues no supe por qué me pusieron esa nota.

Del otro lado está que en los pregrados no se decanta el personal que va a profesionalizarse de acuerdo con su identificación o no con el tema que estudian. Por ejemplo, en cierta ocasión le pregunté a un profesor recién graduado que ya que estaba dando clases mañana, tarde y noche e incluso los fines de semana, entonces cuándo leía. Él me contestó: “¡Marica!, si ya leí lo que iba a leer en la universidad, para qué voy a leer más”. Otro ejemplo que a mí me parece aterrador es el de un profesor que todas sus notas las toma oralmente o en el tablero porque, como dijo un día delante de mí: “Yo no soy tan marica de llevarme trabajo para mi casa”. Yo me pregunto, ¿cómo un profesor de Lengua Castellana y Literatura puede evaluarles a sus estudiantes la competencia analítica y de producción de ideas, y su capacidad para plasmarlas en palabras, para organizarlas, si no los pone a redactar distintas clases de texto de, por lo menos, una página? Hace poco hice una encuesta en un curso de segundo semestre de Literatura, y arrojó el resultado de que, de 32 estudiantes, solamente 5 contestaron que estaban adelantando la carrera que querían estudiar. Así vemos que de las universidades suelen salir profesionales en “dar clases”, quienes naturalmente derivan pronto hacia “comerciantes de clases”, o sea personas que aprenden a producir una mercancía que se llama “clase” y la venden a cuanto “cliente” la solicite.


Como escritor que acude a los profesores, la mayor dificultad que he encontrado para lograr su apoyo ha radicado en que les entrego mis libros para que los evalúen con miras a trabajarlos con los estudiantes, pero no los leen y por eso, obviamente, prefieren trabajar con los mismos libros de siempre, los que ellos leyeron cuando estudiaban, porque ya no los tienen que leer, y realizan con ellos los mismo ejercicios de siempre. Avisado de este problema, me he puesto en el trabajo de acercarme a los profesores a solicitar su apoyo con una lista de preguntas y respuestas del libro que propongo, además de una lista de ejercicios dinámicos que se pueden hacer a partir de las lecturas. Esto me ha asegurado una gran aceptabilidad, e incluso en algunos casos he llegado a darme cuenta de profesores que han hecho los ejercicios con los estudiantes y no han leído el libro.

Parece ser entonces que el camino de los escritores no consagrados es concientizarnos de que en los colegios no se van a leer y valorar nuestros libros, como debía ser, estrictamente por su calidad; que nuestra labor no termina en la excelencia literaria y ni siquiera en la edición y promoción de los mismos, sino que debemos convertirnos en cómplices, colaboradores y casi reeducadores de los profesores. Debemos convencerlos de que es posible que los estudiantes compren libros (muchos me han dicho en primera instancia que no porque están muy caros y luego me han vendido hasta medio centenar de ejemplares), que es valioso e importante que los tengan, que son útiles en el aula de clases y en el producto social que serán sus educandos, que se pueden hacer clases entretenidas y sustanciosas con nuestros libros, y que el hecho de que tengamos que ofrecérselos de forma personal no les quita calidad, no nos convierte en menesterosos del arte literario. Si hacemos esto, seguramente no lograremos que dichos profesores se conviertan en buenos lectores y ni siquiera que lean nuestros libros, pero sí posibilitaremos que una buena cantidad de jóvenes se acerque a la literatura actual.

Sobre la posibilidad de que algunos jóvenes “malos lectores” puedan tener inclinaciones hacia la lectura, tengo una anécdota muy diciente: un sobrino mío que se ufanaba de haber ganado los exámenes de los libros que le habían puesto a leer en el colegio sin haberse leído completo ni uno solo de ellos, al percatarse de lo importante que era la lectura a  la hora de presentar los exámenes para acceder a la universidad, me dijo que le prestara libros, y en escaso mes y medio se leyó más de ¡dos mil páginas! entre obras de buenos escritores actuales como Fernando Vallejo y obras fundamentales como La Peste, de Camus, Enemigos, de Isaac Bashevis Singer, y algunas obras de García Márquez. ¡Y había que ver el entusiasmo con que me hablaba de sus lecturas y me pedía nuevas obras para leer! De esto se puede concluir que ese joven era un potencial buen lector que se tropezó con un método inadecuado en su proceso de lectura durante el ciclo escolar (alguien podría interpretar: se tropezó con un mal profesor de literatura).

El ideal sería que la universidad, en los pregrados, decante al personal que va a profesionalizar en la enseñanza de la literatura (en las otras áreas deben haber propuestas parecidas pues lo de “zapatero a tu zapato” es aplicable a todas las áreas del conocimiento), estructurando un currículo que en los primeros semestres sea exclusivamente de lectura y redacción, de modo tal que quien se descubra inhábil o apático en algo tan básico, no pueda continuar. Así se podría evitar que luego cause daño ejerciendo un oficio para el que no está habilitado o que incluso deteste. Para esto la universidad también debe reeducar a sus educadores pues no son escasos los profesores universitarios que frustran posibles lectores con sus ejercicios inmamables, sus caprichos de lectura y su rigidez pedagógica. Conozco el caso de una licenciada que me dice que se vio forzada a leer a Cortázar de tal manera con el mismo profesor en distintos cursos universitarios (literatura latinoamericana, literatura hispanoamericana, literatura universal y literatura contemporánea), que tiene la esperanza de no tener que leerlo más nunca en su vida.

Pero sucede que si los escritores no canonizados por las grandes editoriales nos ponemos a esperar que la universidad tome este correctivo y salgan los nuevos profesionales bien definidos, lo más seguro es que si acaso nos llegan a leer, eso sucederá cuando ya estemos muertos. Propongo entonces ejecutar una ofensiva intelectual que nos permita acercarnos directamente a los profesores de literatura, convencerlos de la idoneidad de nuestros libros para el proceso de formación literaria de las nuevas generaciones. Obviamente, esto debe estar respaldado por unos precios razonables para una población estudiantil que en su gran mayoría ni siquiera se come las tres comidas.

Quiero dejar claro que no hablo desde la febrilidad de una mente creativa que imagina que así se podría hacer esto o aquello, sino desde mi experiencia, ya que, aplicando esta filosofía, he logrado vender varios miles de ejemplares de mis libros en este medio (departamento de Córdoba, Colombia) en el que se dice que nadie lee ni compra libros.


Lectura al Parque en Canalete

El Cineclub de la Institución Educativa San José de Canalete, Córdoba, llevó a cabo su primera jornada de Lectura al Parque. Consistió en leer un libro en su totalidad en el parque municipal. Este evento tuvo lugar el miércoles 31 de julio de 2013, de 7:00 a 11:30 am.

El libro fue leído por 15 jóvenes que se ofrecieron para hacerlo ante un público compuesto por estudiantes de las instituciones educativas San José, La Lorenza, Urango y Platanal.

El libro escogido en esta ocasión para ser leído fue Podene, la historia de un niño solitario. El acto contó con la presencia del autor de la obra, escritor Naudín Gracián, quien dio una pequeña charla sobre por qué la gente no lee, de la Secretaria de Cultura del departamento de Córdoba, la antropóloga Blanca Muñoz López, y de profesores y personalidades del municipio.

Fue un acto sobrio y apreciado por el público. La lectura del libro realizada por los estudiantes se tomó sólo una hora y media. Luego se llevó a cabo un conversatorio que se extendió por más de una hora debido al gran interés mostrado por el público.


Este experimento fue de mucho éxito por la actitud positiva que mostraron los presentes y participantes. El grupo organizador, liderado por el docente y teatrero José Beleño, pretende que esta actividad se institucionalice con el fin de promover el amor por los libros y la interacción de los estudiantes con distintos autores de la región.

El escritor de hoy

Por Naudín Gracián

Hay demasiada gente contenta. ¿Acaso dije alguna tontería?
–Foción–

Para casi todas las personas que no tienen ningún contacto con la producción de literatura, eso de ser escritor es algo así como alguien que tiene un don, casi un mago que tiene contacto con las musas o la inspiración.
 
En verdad este don no siempre es motivo de envidia y para ciertas personas es causa de temor y hasta de odio; pero incluso para ellas sigue siendo algo fuera de lo corriente, tal vez una maldición, una enfermedad o un castigo divino, en todo caso algo que está fuera del mundo natural o de la cordura. Se ha tratado de cambiar esta imagen y de allí los múltiples esfuerzos porque todas las personas aprendan a escribir satisfactoriamente bien cualquier clase de texto, incluso literarios, sin que necesariamente tengan algún interés en convertirse en escritores. De todas maneras, contrario a la realidad actual, sigue siendo muy amplia la concepción de que el oficio de escribir es algo muy personal, que se hace a solas y sólo condicionado por las musas.

Cuando yo comencé a adentrarme en el mundo de los escritores, no sólo tenía esa misma visión, sino que la consideraba como una especie de dogma, lo natural y obligatorio en esta profesión que no era un oficio sino una condena, no porque fuera especialmente doloroso, sino porque no se podía escoger ni evitar una vez se nacía con el destino de ser escritor. Sin embargo, bien pronto supe que existían personas cuyo trabajo era escribir (algo equivalente a hacer panes, muebles, salchichas, etc.), incluso obras de ficción, algunas de las cuales eran comercializadas en forma masiva, despreciablemente masiva. Más tarde me enteré de que había quienes escribían para que otros les pusieran su nombre a esos libros con el objetivo de que pudieran ser vendidos en grandes cantidades, gracias a la fama de quienes los firmaban; que había quienes trabajan ayudándoles a otros a armar historias con sus ideas…, pero en todo caso esos no eran escritores en el verdadero sentido de la palabra, ni esos textos considerados obras literarias.

Entendía yo en aquellos entonces que el escribir no tenía relación alguna con el mercado de las obras (distribución y publicidad); de eso se suponía se encargaban los comerciantes, los cuales, por supuesto, no escribían ni pretendían interferir en ese acto mágico que ellos no dominaban. Mi idea (y la de los entusiastas principiantes que conocía) era que se escribía pensando exclusivamente en la calidad estética, y por ello uno debía estar dispuesto incluso a morirse de hambre si su literatura no se comprendía ni se valoraba en su tiempo, pues precisamente eso sucedía con los escritores que muchos años después de muertos eran considerados grandes genios. Creía que el acto de escribir era algo personalísimo que casi no aceptaba indicaciones ajenas, mucho menos parámetros o condiciones de comerciantes (editores y distribuidores) que, por supuesto, no sabían nada de escribir. Se consideraba una ley natural que el libro se vendiera a través del tiempo y por lo tanto el escritor no tenía prisa alguna en publicar libros ya que su vigencia no dependía de qué tanto bombardeara el mercado, sino de la calidad de sus obras, la cual por lo general no es compatible con la prisa (Juan Rulfo y Franz Kafka eran ejemplos muy socorridos al hablar de esto). Ello daba como consecuencia que se veneraba a los escritores viejos (y aún más a los ya muertos) ya que eran los que habían tenido el tiempo, las lecturas y el aprendizaje necesarios para acendrar el estilo y la sabiduría que garantizan una calidad indiscutible de las obras.

 
Por eso uno no puede menos que asombrarse, preocuparse e incluso decepcionarse del viraje que ha tomado la condición de ser escritor. Primero que todo, se ha convertido directa y llanamente en un oficio más, que no tiene nada de don y ni siquiera de especialmente intelectual sino en un medio tan válido como cualquiera para hacer dinero, para ganarse la vida con mayor o menor éxito, como cualquier otro oficio que puede ejercer cualquier persona. Simplemente consiste en aprender ciertas habilidades y técnicas que se constituyen en las herramientas para que la persona pueda generar unas ideas, organizarlas y plasmarlas atractivamente con el fin de ser vendidas. Tanto es así que existen especializaciones cuyo título consiste en declarar “escritor” a quienes las cursan e incluso actualmente se implementa en Colombia un pregrado para lo mismo. Como sucede en las demás carreras académicas, en las cuales se gradúan profesionales con diferentes niveles de calidad, pero todos son profesionales en su área, de igual manera al terminar estas carreras todos los que las cursan son escritores con mayor o menor éxito. También existe toda clase de ofertas de tics o ayudas para ganarse concursos, para tener éxito con las editoriales, con los medios masivos de comunicación; indicaciones para que los personajes sean atractivos, las historias interesantes; los temas que debe tocar una novela para que intrigue, levante escándalo o “toque” a sus lectores; los personajes necesarios para que un mayor público la adquiera; ahora incluso hay editores que le dan el tema a los escritores, el estilo en que debe escribirse y hasta la estructura del libro, y, por supuesto, hay escribidores que los complacen para sacar un producto altamente comercial. Un comentario negativo sobre una novela inédita hoy en día es una frase que hace unos años sonaba a elogio: “Es muy buena, pero no es nada fácil o sea muy poco comercial”. Bajo ese parámetro, que hoy es fundamental para las editoriales a la hora de publicar una obra y, por consiguiente, para su éxito o fracaso, estamos seguros de que Kafka, Camus, Dostovyeski, Hesse, Mann y muchos otros genios de la literatura de todos los tiempos, cuyas obras bucean en las aguas abisales del alma humana, no hubieran sido tenidos en cuenta por las editoriales. El ideal de los escritores (varios me lo han manifestado) es que su libro sea llevado a la pantalla grande y por ello es notoria la visión cinematográfica de sus narraciones (antes, el hecho de que a un autor le llevaran al cine sus obras, que sus textos fueran fácilmente traducidos a imágenes, era prueba de que su literatura era liviana), o escribir un libro como Harry Potter o El Código Da Vinci, o tener el éxito de Cohello, cuya clase de productos también existía cuando yo me inicié en la literatura, pero en esos entonces no era considerado arte y era motivo de burlas, nunca un ideal.

Ahora, a la hora de publicar, los escritores hablan de estrategia de medios: entrevistas, reseñas, talk shows, portadas de revistas, escándalos; y de publicar libros con cierta periodicidad para mantener vigencia pues “quien no aparece en los medios masivos de comunicación no existe”. Pasó el tiempo de “el libro debe defenderse solo pues es una comunión entre el texto y el lector en la cual, una vez publicado el texto, el autor no tiene nada que hacer”. Ahora al libro, como a cualquier otro producto, se le aplica la máxima que reza que “lo que no se muestra no se vende” y lo que no se vende en grandes cantidades es como si no existiera.

Sumado a esto, los escritores exitosos, que se mueven como pez en el agua en las élites culturales del país, pareciera que te dieran de cachetadas con sus biografías. Es como si te dijeran: “Cómo vas a pretender surgir en un mundo dominado por profesionales de los Andes, la Javeriana, La Sabana, la UPB, con especializaciones y doctorados en las universidades más prestigiosas de Europa, a unas edades tan tiernas que a los cuarenta te hacen sentir un brontosaurio”. O sea: cómo vas a competir con personas bien comidas, bien dormidas, con todo el haber literario y cultural a la mano, criadas en las grandes urbes, en contacto permanente desde la infancia con las élites culturales y periodísticas del país y del mundo, y que no tuvieron que perder un valioso tiempo de lecturas y formación en una cosa tan anodina y aplastante como es conseguir la comida. Según sus biografías, estudiaron varias carreras al mismo tiempo, prácticamente no habían terminado el pregrado cuando ya adelantaban una maestría o un doctorado; han conocido países y continentes con la solvencia con que se pasa de un patio a otro en las casas de los pobres. Pareciera que sus biografías gritaran: el éxito literario es para los que han estudiado donde da prestigio, han viajado a los lugares y en los momentos precisos, han conocido a las personas que pueden dar impulso, recomendar, reseñar, traducir o premiar; han estado en contacto constante con los medios; en fin, que el éxito literario es para los ricos (las excepciones existen, pero, como se sabe, confirman la validez de la regla).

 
Esto hace que se perciba un mensaje soterrado que apunta a considerar que los escritores viejos son obsoletos, no están al día con el gusto de la actualidad, de los jóvenes. Al respecto recordemos la diatriba de Medina Reyes contra García Márquez según la cual una prueba de que éste es una especie de dinosaurio de la literatura es que la sobrina de Medina no lo lee. Con esa perspectiva vemos que hoy en día la literatura está plagada de citas y referencias a los ídolos efímeros de una música superficial y ruidosa que se vende en cantidades estrambóticas, a los grandes genios y estrellas del cine hollywoodense, a los alucinógenos y sus sublimes efectos, a los últimos adelantos tecnológicos, a los genios del capitalismo salvaje, etc., de la misma manera como antes se citaba o se hacían referencias a los grandes creadores de la filosofía, de la música y del arte universal.


Anteriormente el gran dilema para un pichón de escritor era si estaba decidido a vivir mal e incluso a morirse de hambre consagrándose al arte, o si se dedicaba a una actividad próspera económicamente (dejar de ser escritor, se entiende). Ahora la disyuntiva es si está dispuesto a esa vida de poses, managers, condiciones de las editoriales, estrategias, etc., propia de un artista exitoso, o si se dedica a ser un escritor marginal (más bien marginado), condenado sin remedio a ser ignorado y al olvido.

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