Naudín Gracián
Ejerzo un rechazo que se ha vuelto casi instintivo, quizá enfermizo, contra las obras que han ganado premios literarios. Sin embargo, como para ser un buen ateo hay que saber bastante de religión, acostumbro tratar de leer, o por lo menos hojear, los textos premiados, casi siempre con el propósito de encontrar razones para seguir con mi rechazo a los fallos de los concursos. No obstante, no pocas veces me dan con la piedra en los dientes, como me acaba de suceder con El salmo de Kaplan, la novela del barranquillero Marco Schwartz ganadora del prestigiosísimo premio La otra orilla 2005, de Norma. (Es curioso que además de esta novela, El camino del norte, de Horacio Vásquez-Rial, obra ganadora de este mismo concurso en el 2006 y Míndele 1955, de José Guillermo Ángel, finalista en el Cámara de Comercio de Medellín 2007, todas coincidan en el tema judío post holocausto).
Una de las cosas que más impresionan de esta novela es su deuda afortunada con el Quijote. Algo muy recurrido por los autores que pretenden hacerle un homenaje al Quijote en su obra es utilizar alguno de sus personajes para controvertirlo, burlarse, tratar de enriquecerlo, traerlo a nuestra actualidad, o utilizar su lenguaje o expresiones para impresionar al lector iniciado en las locuras del señor Cervantes. Sin embargo, Marco Schwartz utiliza un recurso menos manoseado: se va paralelo a la obra del portentoso español, sin hacer alusión alguna a ella, pero como diciéndole al lector: “Yo no estoy ocultando nada. El problema es tuyo si no lo ves”. En El salmo de Kaplan el desequilibrado caballero que sale por el mundo a deshacer entuertos es el señor Kaplan, un anciano que quiere deshacer el entuerto de que un terrible asesino nazi de judíos termine su vida como un anciano venerable en una playa del caribe, detrás de su inofensivo restaurante de productos marinos. El Sancho Panza que, bajo el acicate de la promesa de llegar a tener mejores condiciones de vida si su atolondrado señor logra su cometido, se deja embaucar en una descabellada y peligrosa aventura en la cual casi siempre lleva la peor parte, es el cabo Contreras. A Jacobo Kaplan, como al Caballero de la Triste Figura, no lo mueve un simple deseo de deshacer entuertos, sino algo muy personal que no es ganarse el favor de Dulcinea alguna sino lograr reconocimiento para que su nombre y el de su familia sea venerado por las futuras generaciones (este deseo aparece también entre las aspiraciones del Quijote). A Kaplan no lo impulsan las lecturas de las novelas de caballería (detesta la literatura hasta el punto de que trata de persuadir a su nieto para que deje de aspirar a ser escritor o, en el mejor de los casos, lo haga como entretenimiento pero dedicándose a algo más serio y que le asegure estabilidad económica), sino la lectura en la prensa de las historias de los judíos que se vuelven héroes al poner ante la ley a los asesinos nazis. También en esta novela, el “héroe” al final vuelve a la cordura, vuelve a ser conciente del peso real de la realidad, e igual que en la novela del español, los que lo rodean, quienes han decidido seguirle la corriente para que su caída de la demencia a la razón no lo derrumbe definitivamente, tratan de convencerlo de que siga en su locura, de que su desvarío es la cordura. Como Sancho en la novela del hidalgo caballero, el cabo Contreras trata de que su señor siga adelante, aterrorizado ante el fracaso que representa enfrentarse con la realidad. Es conmovedora la imagen del policía llorando porque la vuelta a la cordura de su señor le ha destruido su único sueño, lo ha vuelto a la realidad de su vida anodina condenada a la noria del anonimato y de la miseria.
Como todo el mundo sabe, el Quijote es una novela de caballería que precisamente trata de sepultar las novelas de caballería utilizando sus estereotipos, sus recursos estilísticos, sus referentes, su estructura, etcétera, con el fin de ridiculizarlas y de promover que la gente no siga leyendo esa clase de novelas: se burla de los que las leen y creen en ellas. Pues bien, Marco Schwartz en El salmo de Kaplan echa mano de los elementos, los recursos y el ambiente de la novela policíaca para ridiculizarla. Utiliza unos investigadores estúpidos tras asuntos absurdos, con interpretaciones irrisorias de pistas que no lo son, deducciones estrambóticas de situaciones cotidianas; y hasta Isaac, hijo del viejo Jacobo Kaplan, le arma al viejo, pagándoles a algunas personas, una situación de intriga y misterio con el fin de bajarlo sin dolor a la realidad. Es como si el autor le dijera a sus lectores: en nuestra cotidianidad no caben esas historias de intrigas, investigaciones y misterios, así que no pierdas el tiempo leyendo cosas absurdas y ridículas.
Esta novela no sólo me recuerda al Quijote por su estructura, personajes y situaciones (aunque las anécdotas, ambiente y paisajes no tienes nada que ver), sino también a Enemigos, una tremenda novela poco conocida del maestro Isaac Bashevis Singer, por su trato del judío de postguerra, un ser que aunque traspasado por el holocausto, al cual hace alusión constantemente, se acomoda de la forma más práctica, sin hígados, real, al feroz mundo moderno, cabalgando sobre el pragmatismo más cruel que se conozca, propio del capitalismo voraz que caracteriza al pueblo judío, sin dejar de aparentar que su vida está ceñida, como ninguna otra, a los mandamientos de Dios. Yadiga, la personaje de Bashevis, cansada de la fe ciega de su madre en la probidad de los judíos, en un pasaje le dice que los judíos de Dios se murieron en el holocausto, porque los que sobrevivieron fueron los que se escondieron detrás de los buenos, los que los denunciaron, para poder sobrevivir. En El Salmo de Kaplan, sobre ese mismo tema encontramos apartes como estos:
“¿Y tú que crees, mamá? –dijo Elías- ¿Que los judíos son mejores que el resto del mundo? Míralos. Hace nada nos estaban matando y ya está cada uno en lo suyo, sin importarle el otro, como si no hubiera pasado nada.”
“-¿Y eso qué tiene de malo? –dijo Lotty-. Eso quiere decir que los judíos están llevando por fin una vida normal como todo el mundo. Y la normalidad, por más que te moleste, es que los burros con plata manden, que a los bandidos les vaya bien y que la mayoría de la gente sólo piense en vivir y divertirse sin pensar en cosas trascendentales.”
Igualmente, no falta el aire garciamarquiano en el ambiente y en el paisaje (la geografía, el calor, la indolencia de la gente, el tedio) de esta novela, e incluso anda por ahí un Elías que recuerda muy bien a Arcadio Buendía buscando convertir el plomo en oro o hacerle la foto a Dios; pero Elías busca la cura del daltonismo, encerrado no sólo en su cuarto sino también en sus sueños de inventor que lo hacen un inútil para la vida, para producir dinero, con el fervor y rencor de cualquier artista que es vituperado por los que le rodean pero que delira con lograr una obra que le permita salir de sus afugias, darles en la jeta a todos los que lo vilipendiaron, y pasar a la historia.
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Marco Schwartz |
Dejo los referentes bibliográficos de esta novela porque es pertinente analizarle otros aspectos.
Una característica que se ha generalizado en la literatura exitosa actual (exitosa gracias casi exclusivamente a los medios), es la falta de tensión en la anécdota central de la novela. Si uno lee Por quién doblan las campanas, El poder y la gloria, La peste, El proceso, Crimen y castigo, La metamorfosis (la de Kafka), Lolita, La buena tierra, Hambre, y muchas otras obras maestras de los maestros más universales, encontramos que el lector no puede abandonar el libro porque quiere saber si fulano logró esto o no, si lo descubrieron o no, quien se queda con quien, se salvó o no, etc., e incluso uno se desespera y quisiera hacer algo para evitarle el fracaso a los personajes o castigar a alguien. En esos libros vemos que los autores son modestos porque reconocen que el lector no está obligado a seguir leyéndolos, sino que ellos tienen que, a través de un excelente uso de la técnica, ir motivándolos para que no abandonen el libro. Pero la mayoría de las obras literarias que se producen en la actualidad son escritas por pedantes que consideran que su prosa (la simple fuerza o poesía de su palabra) o su nombre es suficiente regalo para el lector como para que éste tenga que seguir leyendo textos que no tienen conflictos para resolver, sobre situaciones en las que el lector, en su vida anodina y normal de trabajador o desempleado común y corriente no se ve involucrado: un escritor desahuciado reflexionando sobre sus lecturas; un niño rico heredero y mantenido viajando por el mundo hundido en las alucinaciones de los narcóticos; un hombre contando sus aventuras sexuales una tras otra como una moderna e insulsa Sherezada, pero sin la sentencia de muerte sobre su cabeza si sus historias no gustan, etc. La estructura de estas obras es así: como escritores profesionales que deben entregar un libro en cierta fecha para satisfacer a sus editores, agentes y público con el fin de sostener la imagen, estos autores no pueden esperar a que un tema los acose, o no los deje vivir si no lo vuelcan en unas páginas, sino que, calendario en mano, toman una idea general y, por ejemplo, se dicen “Como la editorial (o mi agente) me exige que tengo que tener lista la próxima obra para dentro de equis número de meses, voy a hacer una novela sobre el secuestro, o sobre el sicariato, o sobre el hombre público tal, pues es lo que gusta y se vende”. Luego empiezan a analizar todos los factores e ingredientes que tiene ese tema; buscan unos personajes y organizan episodios y anécdotas que den cuenta de la forma más amplia y atractiva posible de ese fenómeno o asunto, y arrancan a escribir. Exactamente como si hicieran un pan: hay que echarle tanto de esto, tanto de esto otro a los tantos minutos, para que el resultado sea esto que se vende bien. Por ejemplo: se dice el escritor profesional: “Voy a hacer una novela sobre el tráfico de niños porque eso sensibiliza y afecta a mucha gente”. Entonces investiga dónde se da más este fenómeno, en qué renglón social, debido a qué factores, en qué condiciones socioculturales; hace una visita a un país famoso por este crimen, a una comunidad con características propensas para ello, pregunta, lee, consulta en internet. Con toda esa información como una colección de retazos, empieza a ver cuáles piezas son más adecuadas para armar un rompecabezas, y se busca un buen pegante: unos personajes que, como escritor profesional que es, sabe cuáles características deben tener para que sean más atractivos. A medida que redacta, va tachando el aspecto o ingrediente del fenómeno ya desarrollado en la obra, hasta que se agota el tema y solamente entonces se acaba el libro. 350 páginas. (Hay casos peores. En una entrevista a un reciente flamante ganador de concurso nacional de novela, leí que dijo: “Uno empieza a escribir y, 250 páginas más adelante, para y se dice: “¡Qué es esto!”. Entonces empieza el trabajo de pulir y acomodar lo escrito”. A otro exitoso escritor español lo escuché decir: “Yo arranco a escribir buceando en el tema, sin saber en qué va a terminar todo aquello. Si yo supiera en qué van a terminar mis historias no disfrutaría escribirlas”). Y, por supuesto, los editores son muy cuidadosos en constatar que el autor haya aplicado al pie de la letra este plan o receta. Por eso dijo Jairo Morales: “Si Kafka, o Hesse hubieran existido hoy en día, no los publicarían las grandes editoriales” (y las pequeñas tratan de imitar a las grandes para ver si arañan alguito en las ventas). Por supuesto, esas novelas no son el producto de algo visceral que mueva al autor a darle forma y sacarlo de sí, ni parten de una historia cojonuda de unos personajes que deben resolver la vida misma (en la cual los lectores se sienten incluidos y afectados), sino unas narraciones que sirven para entretener, explorar, ilustrar y exponer un fenómeno con la amplitud, la erudición, la perfección y la frialdad de un ensayo académico.
Es por lo anterior que me impresiona que El Salmo de Kaplan sí utiliza ese ingrediente olvidado o mandado a recoger según muchos de los autores actuales (yo digo que debido a su incapacidad). En esta novela, como en El castillo, uno quiere seguir leyendo para ver si el tipo logra coger al alemán o no, si éste realmente es el genocida o no; aunque está claro que fracasará, uno quisiera y cree en la posibilidad de que el autor ponga que realmente el viejo tenía la razón, se involucra uno de tal manera con los personajes, se siente tan menospreciado en ellos, que quisiera uno que resultaran ciertas sus suposiciones y que llegara a vengarse de los que se han burlado de él: que triunfe como a uno le gustaría triunfar en sus quijotadas, por las que tanto lo han despreciado.
Otro aspecto que me impresiona de esta novela es el humor. No es un humor bobalicón a través de chistes acomodados o frases burlescas (me parece más precisa “burleteras”, pero esa palabra dizque no existe según el diccionario), sino el humor cáustico producto de una mirada crítica y una mente ágil para poner la palabra y frase precisas. Por ejemplo: en un episodio en que un personaje habla de las virtudes de la clase alta, otro le contesta: “Todas las narices respingadas que ves en el norte fueron alguna vez hocicos”. Cuando el viejo le aconseja al nieto recordar la tradición para dirigir su vida, éste le contesta: “Quiero dejar de pensar un poco en los cuatro mil años de historia y pensar en mis veintiséis años de vida”. Cuando el viejo le dice al cabo Contreras que espere su recompensa en los tiempos de la redención, éste le comenta que, “A propósito de esos tiempos de los que me habla, le recuerdo que en el zoológico había un león que retozaba con un perro y decían que era el comienzo de la era mesiánica. Hasta que una noche se olvidaron de echarle al león su ración de burro muerto y se zampó al pobre perro”. Siempre un agudísimo sentido de la realidad (el sentido común es menos común de lo que se cree) para desvirtuar las ilusiones y creencia sin piso de la gente.
En esta obra el autor demuestra que conoce de qué habla, pero no porque haya investigado lo mínimamente necesario con el fin de dar buena cuenta del tema de su novela, sino porque está hablando de lo que conoce. El mundo judío de los judíos exiliados está pintado con pelos, señales, cicatrices, camuflajes, atajos, dobleces y demás, no porque ese sea el tema de la novela, sino porque es el punto desde el cual se observa la condición humana. Los personajes hablan con la expresión proverbial y profética judía, utilizan referentes judíos de forma natural en sus diálogos, se desenvuelven en los tejemanejes propios de la vida de los judíos, con la forma de ver la vida propia de los judíos, las inquietudes sociales y teocráticas judías; y la novela refleja de forma patente la lucha de los viejos por detener la degradación de esas costumbres en su descendencia bajo el embate de la actualidad: exactamente la situación que uno ha observado en culturas parecidas, como la árabe. Dado que todo esto se desarrolla en el caribe colombiano, Marco Schwartz hace un excelente retrato del trópico: se percibe el desorden en las costumbres, la desmitificación de lo que para otros sería misterioso o trascendental (recuérdese Un señor muy viejo con unas alas enormes), el chismorreo que genera entretenimiento e incluso tragedias, la imaginación enfebrecida, la indolencia de la gente frente al destino, el culto a la simpleza, el deseo de pasar lo menos mal posible el instante: el hedonismo propio del caribe. Esto lo reafirma Schwartz, lo hace más patente, poniéndolo alrededor de un personaje extranjero, de cultura de origen lejano, que es todo lo contrario de lo que lo rodea; para quien lo fundamental es la tradición, el orden, la disciplina, la justicia, la moral, la estabilidad; alguien que le tiene terror a la posibilidad de pasar sin trascendencia alguna por la vida, de estar a un paso no sólo de la muerte del cuerpo sino de la muerte definitiva: el olvido. Y entonces el autor pareciera decir: “Esas son características que no encajan por acá, que están fuera de lugar por estas latitudes y por lo tanto están condenadas al fracaso”, cuando sentencia al morir el viejo que “y en dos generaciones apenas habrá quien recuerde su nombre”.
La historia termina con una excelente imagen de la muerte: retrata al viejo peleando a muerte con su último aliento, en el sentido literal de la palabra, como si su último aliento fuera una persona a la que mancorna para no dejarla escapar. Esta escena parece una desmitificación y hasta desacralización o burla de la bíblica pelea de Jacob con el ángel para que lo bendijera.
Como se ve, para mí esta novela cumple la condición que, de forma más precisa, demuestra que a uno le gustó un libro: es una obra que yo quisiera haber escrito.