Comparto este texto del maestro Jorge Luis Borges para poner el dedo en la llaga de tantos "científicos" de la literatura que se encuentran sobre todo en el "medio académico", y que pontifican parados sobre minucias deleznables a las que postulan como credos o dogmas. Es un texto nada nuevo, pero que dejan pasar olímpicamente de largo para poder seguir pontificando desde su vacuidad.
Jorge Luis Borges
(1899–1986)
Discusión (1932)
La
condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer,
han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones
parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la
eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del
escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de
su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan
tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les
informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la
adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si
no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su
finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y
tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje
una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese
frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés
Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.)
Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que
en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que
simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en
la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta
indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van
quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son
críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie
se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son
clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie
puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote.
La crítica, española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido
pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y
le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad,
basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no
era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la
palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho
para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de
Baltasar Gracián –tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán
de Alfarache– no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica
en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son
negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: “El
estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia
han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos
jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos
interminables; repeticiones, falta de proporción, ese fue el legado de los que
no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se
quedaron royendo la cáscara cuyas rugocidades escondían la fortaleza y el
sabor” (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro Groussac: “Si
han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad
de la obra es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto justifica lo
del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban.
Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales,
a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada
grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura generalmente desmayada de
esa prosa de sobremesa” (Crítica literaria, página 41). Prosa de
sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le
hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de
Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra
más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por
casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su
conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible
inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar.
Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él:
es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas
Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en
esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra
con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de
Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance, II,
pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna
experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia;
esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.) La página de
perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es
la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos
laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos
delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la
página que tiene, vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las
erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las
incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar
(así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas
por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive
a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo
celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o
indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta
comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero
fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del
epíteto chabacano. Afirmo que, la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados
menores –distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y
sorpresivas ele la interjección o el hipérbaton– suele probarnos que la pasión
del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase
le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía
prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la
puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales
del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura
de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías
adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza –único,
nunca, siempre, todo, perfección, acabado– son del comerció habitual de
todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no
decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una
pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación
del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navrésuele
significar No iré a tomar el té con ustedes, y cuyo aimer ha
sido rebajado a gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en
su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza,
traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y asevera de ellos
(contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Variété,
84).
Ahora quiero acordarme del porvenir y no
del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay
lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a tina escritura puramente
ideográfica –directa comunicación de experiencias, no de sonidos– hay una
distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir. Releo estas
negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el
mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo
en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la
propia disolución y cortejar su fin.