20-09-12. Para cualquiera que
emprenda una búsqueda es primordial tener al menos una idea de la meta; que
aunque no sepa dónde está, tenga un mínimo de información sobre cómo es aquello
que se busca, con el fin de evaluar los indicios y así sospechar si está cerca
o lejos de alcanzarla. Un buscador agotado, si ve en el horizonte, aunque sea
muy lejos, el objetivo que persigue, es posible que no desfallezca, renueve
fuerzas y de esa manera lo alcance, de modo que podríamos decir que si no
hubiera visto que se acercaba a su objetivo, muy posiblemente hubiera
desfallecido y renunciado estando al borde del éxito.
Cuando uno es niño y joven ve
el mundo en blanco y negro: unos son buenos y otros malos, unos son
inteligentes y otros brutos, unos atractivos y otros feos, unos chéveres y
otros detestables, etc. Pero a medida que uno va ampliando el conocimiento de
la gente y del mundo, empiezan a enrarecérsele los límites: los buenos tienen
sus matices medio malos o malos del todo, los feos tienen sus detalles
desagradables, los inteligentes tienen reacciones ilógicas, etc., y lo
contrario: los malos realizan cosas que hacen que algunos los amen, los brutos
tienen salidas brillantes o que benefician a muchos, y así sucesivamente. Esa
difuminación de las cosas le sucede también a nuestro objetivo de vida, a
nuestra meta: primero nos parece inconfundible lo que queremos alcanzar, lo que
queremos ser, pero a medida que nos desplazamos en la línea de la conciencia
(más que del tiempo pues algunos tienen más de 40 años y siguen pensando como
adolescentes, y otros son adolescentes y piensan como viejos: entiendo que
Fernando González escribió antes de sus 20 años ese magnífico libro titulado
“Pensamientos de un viejo”), a medida en que quizá nos acercamos un poco a lo
que consideramos nuestra meta, no la vemos, encontramos que siempre está más
allá, que no es un piso firme en el cual nos sintamos a gusto y satisfechos.
Bueno, en correlación con lo
anterior, a medida que me desplazo en la línea de la conciencia encuentro que
lo que consideré mi objetivo de vida, alcanzar una alta calidad en mi
producción literaria, es algo cada vez menos preciso y, por lo tanto, más
desalentadora la lucha por seguir buscando. Pues encuentro que los parámetros,
indicios, puntos de referencia que indican qué tiene calidad y qué no la tiene
en esto de la literatura, son desvirtuados rotundamente por la realidad; y quedo
ciego, sin idea hacia dónde seguir, por dónde buscar.
Veamos algunos aspectos de
esto.
Estaba convencido de que
sostener el tono y la unidad en una novela era fundamental para que fuera
considerada de calidad, pero ahora veo que la gracia es diversificar los tonos,
meter capítulos sueltos (capítulos islas les llaman), poemas, ritmos distintos,
textos pésimos que incluso el mismo narrador suele decir que son malos, errores
puestos a propósito, que el lector pueda saltar capítulos y no le hagan falta
para comprender la obra.
Estaba convencido de que el
principio de la novela era fundamental, que la primera frase incluso determinaba
el ritmo y la extensión de la novela, que debía “enganchar” al lector y
obligarlo a no dejar la obra, a seguir adelante para responderse las preguntas
que de primeras le plantearía la tal frase, pero uno se encuentra con obras
como una de Mishina que tomé hace poco cuyas primeras seis páginas son la
descripción de de las actividades de un puerto, sin que a través de ellas uno pueda
tener la más mínima idea de sobre qué va a tratar la obra, pues no se plantea ni
conflicto, ni carencia ni asunto a resolver en ellas.
Que todos los episodios y
pequeños núcleos de la novela debían estar dirigidos a solucionar algo
planteado desde el inicio en la obra, de manera que la maestría del autor se
veía en su capacidad para tejer milimétricamente (como en un partido de ajedrez
en el cual sus personajes son unas fichas interdependientes), con un arte de
filigrana, porque, como decía Manuel Mejía Vallejo: “Todo lo que sobra
desmejora” (esto se ve en, por ejemplo, Por quién doblan las campanas, La
guerra del fin del mundo, El poder y la gloria), pero ahora la gracia es, según
le escuché a un autor español exitoso hace poco, que el autor no sepa para
dónde va, que empiece con una idea y se deje conducir por ella a ver a dónde lo
lleva. Para mi sorpresa dijo esta frase: “Si yo supiera para dónde van mis
novelas cuando empiezo a redactarlas, entonces no las disfrutaría porque la
gracia es ir descubriéndolas mientras las escribo”.
Que había que crear unos
personajes definidos, fuertes, que quedaran en la mente del lector, pero
recuerdo que asistí a la premiación de un concurso de cuentos en la cual una de
las jurados dijo que lo que más la impactó del ganador fue que era un cuento
sin personajes (¡válgame Dios!).
Que el lenguaje era el medio
del escritor para dar a conocer sus ideas, pero ahora lee uno comentarios de
novelas según los cuales el lenguaje es el personaje principal, o sea que la
narración se regodea en “la melodía” de las palabras y eso es más importante
que lo que se cuenta o se dice en ella.
Que lo fundamental en una obra
narrativa era contar algo, pero ahora premian, publican y comentan como grandes
creaciones textos sobre los que uno puede decir: yo no sé de qué habla pero
suena muy bien.
Que el texto debía ser
eminentemente creíble para el lector, coherente dentro de la ficción, como
hubiera sido posible que sucediera en la realidad, pero me encuentro con textos
como El caballero rampante en el cual se dicen las cosas más traídas de los
cabellos, asuntos que lo hacen exclamar a uno: “Bueno, y este tipo es que me
cree pendejo o qué”, y resulta que son libros muy vendidos, promocionados, con
múltiples ediciones.
Que la novela debía gustar al
lector, ser atractiva, pero Conrado Zuluaga, un gurú de los editores contó
delante de mí que las editoriales publican libros cuyas ediciones luego deben
picar íntegramente porque no se venden ni cien ejemplares (así dijo), mientras
uno encuentra libros rechazados por las grandes editoriales que son gustosos y que
agotan varias ediciones.
Que el lenguaje debía ser
cuidadoso, pero encuentro (no voy a mencionar el caso de un escritor de esta
región muy premiado e invitado a encuentros, conferencias y simposios, cuyos
textos son incoherentes, su puntuación es absurda, sus cuentos al finalizar uno
se pregunta: Bueno, y en qué quedó esta vaina, o esto con qué se come) pero
encuentro libros como uno de Guillermo Arriaga, publicado por Norma, con las siguientes
perlas. Dice: “se va y lo estrella derechito contra la barda”, pero lo que
quiere decir es que se va derechito y lo estrella contra la barda; dice: “A que
muchachitos estos”, y lo que quiere decir es “Ah, qué muchachitos estos”;
escribe: “vayan con una puta pendejos” y quiere decir “vayan con una puta,
pendejos”; dice: “A qué Rafa, dinos…” y quiere decir “A qué, Rafa. Dinos…”;
dice: “desde esa noche, hace siete años, hasta el día en que la descubrimos…”,
y era “hacía siete años” porque cuenta cosas en pasado que sucedieron mucho
tiempo antes de ser narradas; y así sucesivamente a vuelo de pájaro en las primeras
20 páginas del libro.
En fin, todo esto hace que uno
deje de tener claro qué es lo que marca la buena calidad, qué es lo que uno
debe hacer para que sus textos sean considerados buenos; porque si todas estas características
que a uno le han dicho que señalan como malo a un texto, ahora resulta que
libros que las tienen son premiados, publicados, publicitados, comentados
positivamente, recomendados…, entonces, ¿qué es bueno y qué es malo en
literatura? ¿Qué me indica que voy por el camino correcto?
“Precisamente cuando sabía las
respuestas me cambiaron las preguntas”, dice un dicho popular. Yo he enfocado
mi razón de ser durante más de 40 años en luchar por acercarme a esos
parámetros que me decían señalaban lo que tenía calidad en literatura, pero
ahora me salen con que eso es lo incorrecto, con que lo apropiado y aceptado es
todo lo contrario. Entonces, ¿por dónde busco?, ¿tiene sentido seguir
buscando?, ¿hay esperanzas de encontrar algo? Dice Abelardo Castillo: “Dedicarse
muchos años a cualquier oficio garantiza llegar a hacerlo con una gran
propiedad. Dedicarse a escribir lo único que te garantiza es un dolor de
espaldas”.
Por eso acostumbro mirar inquisitoriamente a quien
me dice “maestro” con relación a mi quehacer literario, porque casi que no
tengo ninguna duda de que se burla de mí, y me dan ganas de pedirle que me
respete, que yo no lo he ofendido ni he alardeado delante de él como para que
pretenda reírse de mí.