Nueva publicación

Quiero compartir con mis visitantes la alegría de haber aparecido en Árbol del paraíso, una antología de cuentos de autores contemporáneos publicada por Común Presencia Editores en la colección Los Conjurados, que cuenta con distribución en cinco países.


Aparecen en ese libro dos cuentos míos inéditos hasta ahora: La Moneda y La llamada, que suman 17 páginas.


El libro es de 15 X 20  cm. y tiene 180 páginas.


Fue presentado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá el sábado 28  de abril en el Auditorio Manuel Mejía Vallejo.


Por lo demás, soy el único escritor de la costa Caribe Colombiana que aparece en este libro y al que le dedican más páginas en el mismo.
Puedes leer el prólogo en el siguiente enlace


http://arboldelparaiso.blogspot.com/


Más información en:


http://periodicoeldiario.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1418:arbol-del-paraiso-el-milagro-inesperado&catid=155:carlos-castillo-quintero

La supersticiosa ética del lector


Comparto este texto del maestro Jorge Luis Borges para poner el dedo en la llaga de tantos "científicos" de la literatura que se encuentran sobre todo en el "medio académico", y que pontifican parados sobre minucias deleznables a las que postulan como credos o dogmas. Es un texto nada nuevo, pero que dejan pasar olímpicamente de largo para poder seguir pontificando desde su vacuidad.
Jorge Luis Borges
(1899–1986)


Discusión (1932)
            La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.


      Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La crítica, española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián –tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de Alfarache– no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: “El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugocidades escondían la fortaleza y el sabor” (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro Groussac: “Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura generalmente desmayada de esa prosa de sobremesa” (Crítica literaria, página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.
      Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.) La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene, vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
      Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que, la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores –distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas ele la interjección o el hipérbaton– suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza –único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado– son del comerció habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navrésuele significar No iré a tomar el té con ustedes, y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y asevera de ellos (contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Variété, 84).
      Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a tina escritura puramente ideográfica –directa comunicación de experiencias, no de sonidos– hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir. Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.

Presentación del libro Con el perdón de los árboles en Cecar, Montería

Muy bien recibida por la nutrida asistencia fue la presentación del libro de cuentos Con el perdón de los árboles en el auditorio de la Universidad Cecar, sede Montería, realizada el jueves 19 de abril.


Escritor Antonio Mora Vélez


Primero hubo lectura de poemas y de cuentos. El escritor Antonio Mora Vélez leyó algunos textos de su próxima obra La gordita del Tropicana.


Escritora Marisol Correa


En la presentación del libro leyeron los coautores Ignacio Izquierdo, Elkin Herrera, Antonio Martínez y Calixto Acosta.




Para finalizar, la Universidad CECAR brindó un cóctel.


Escritor Ignacio Izquierdo

Próxima presentación de "Con el perdón de los árboles" en Cecar, Montería.

Este jueves 19 de abril compartiremos lecturas de cuentos del libro "Con el perdón de los árboles" en el auditorio de la Universidad Cecar de Montería (carrera 5 entre calles 27 y 28) a partir de las 6:30. Será una programación variada con lectura de poemas, música, entrega de libros, entre otros puntos.

Entrada libre.

Gracias de antemano por acompañarnos y compartir con nosotros (el Taller Literario Raúl Gómez Jattin de Cereté) estos sueños.

Los cuentos de Carmen Amelia

CUENTOS PARA COMENZAR LA NOCHE
Carmen Amelia Pinto
Ministerio de Cultura – El Túnel
122 páginas
Montería, 2010

Por Naudín Gracián

La escritora
Carmen Amelia Pinto
Se trata de un volumen de cuentos cortos escritos en una prosa firme, sin titubeos ni ripios, bien estructurados: de alguien que conoce y domina el oficio. En él se notan con facilidad los más de 20 años de lecturas, estudio, fundamentación y reescritura que empleó su autora para aparecer en la letras nacionales con un libro válido. No está dividido en partes, pero podríamos decir que sus textos corresponden a tres líneas: cuentos (sin más adjetivos), cuentos costumbristas y minicuentos. El tema más recurrente en este volumen es la muerte, a veces desde una visión macabra; tienen preponderancia los personajes obsesivos, obtusos y vengativos. Podríamos decir que su aliento es algo árido, que su humor es negro; no obstante, aunque es notable la falta de amor de pareja en sus páginas, como lo resalta el prólogo, algunos de sus relatos son ricos en ternura, en buenos recuerdos de personas amadas. Es de destacar en este volumen una característica poco común en la literatura: la forma de ver las cosas en muchos de estos cuentos, es la de un niño, sin que sean historias infantiles ni narradas por chicos. O sea que aunque son cuentos para adultos, algunos de sus episodios, como el del tipo que se tragó la noche, sólo son posibles desde una visión y una credulidad de niños. Y Carmen Amelia los relata como diciendo: “Esto sucedió así, y punto. Es defecto tuyo si no me crees”. Y le creemos.

Un cuento del libro

A imagen y semejanza

Paulina miró desesperada hacia el cuarto de sus hijos. Los cuatro niños mongólicos habían desaparecido. No se explicaba cómo. Ellos siempre permanecieron ence­rrados y ni siquiera sabían caminar, sólo se arrastraban, arras­trando también sus lenguas que no les cabían en las bocas.
Los llamó por toda la casa, pero sabía que no contestarían, porque ellos no hablaban, ni gemían, ni lloraban.
Ella seguía buscando. El bosque no fue suficiente para hallarlos. Los buscó en toda la selva, en toda la ciudad y en todas las ciudades. Nada, no halló nada. Diez años de búsque­da no fueron suficientes.
Hasta que recordó, con sorpresa, que no los había buscado en la gaveta de su ropero. Allí encontró, sanos y salvos, a los cuatro muñecos deformes, que su mente de mongólica, había tenido como hijos.
Carmen Amelia Pinto

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