Entre tanto me voy imaginando cómo será la charla de
un tipo como éste, de un individuo que escribe de semejante manera tan frenética
y sin frenos; cómo serán sus amigos, cómo lo verán sus detractores; y cómo
enfrentará semejante extraño la cotidianidad más plana del desmanador de
bananos que debe ser (vive en el Golfo de Urabá); y cómo será su mujer que se
aguanta y goza (tiene que gozar para no suicidarse) a este loco sin madrina,
transeúnte de la vida sobre el filo del desmadre.
Pero no va dando palos de ciego el muy ladino: vaya
que si escribe y dice cosas, y hace descubrimientos, y teje el caos con
simetría, y potea con la persistencia de un picapedrero que cincela con sus
herramientas de agua, de pluma, de viento, puliendo la misma vida en sus textos
que se salen de las posibilidades del lenguaje; porque, sí señores, aunque
usted no lo crea porque no lo ha leído, a este tipo nuestro glorioso y
multipremiado idioma con numerosos nobeles de literatura, le queda chiquito;
sí, señor, no consigue aguantarle el paso este castellano o español demasiado enclenque
y encalambrado (como dicen los antioqueños viejos), y entonces lo pone a
enjaretafrasear; y como aun así no le da la talla, entonces hace un Poema para Pitágoras,
todo en números (que no son castillanos sino indios, que no arábigos como nos
enseñaron): un poema hecho con puros números… ¡habrase visto!
Definitivamente este tipo es su Masato del
lenguaje: un personaje entrañable parido en sus textos, un niño real al que lo
está matando una moto imaginaria. Aunque, pensándolo bien, este Juan Marés ya
no tiene qué escalabrarse ya que perdió la cabeza de tanto luchar con la
cordura para escrivivir su poesía en la que cada cola es una cabeza, pues tira
piedras para todos lados sin dejar una sola palabra extraviada en su aparente
sinrazón.
O quizá este Juan Mares no sea más que un tipo
bonachón, común y corriente como cualquier Correa de apellido, al que a lo
mejor ni volteamos a mirar si pasa a nuestro lado.
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