Bestias

Cuando Huracán salió, ningún mantero osó aproximársele. La plaza no quedó totalmente vacía, pero casi todos los que la albo­rotaban se colgaron de las varetas o se tiraron por debajo de la cerca, impresionados por la imponencia y fama del animal. Algunos continuaron deambulando en la plaza, pero lo más alejados que podían de semejante fiera.

Naturalmente, en los palcos se formó una algarabía que reclamaba el arrojo de los garrocheros, banderilleros y toreros, de tal manera que por unos instantes la música de las bandas quedó anulada por el alboroto humano.

Era majestuoso aquel animal. Negro, de astas largas y de carnes llenas. Se paseaba por toda la plaza, sin encontrar quien discutiera su dominio absoluto del territorio. Su fama estaba cimentada en la sangre de sus numerosas víctimas en múltiples corralejas. Miraba a todos lados, orgulloso ante esa turba que le adoraba del puro miedo.

Retrocedió poco a poco hasta toparse con la cerca que le sirvió de apoyo. Muchos valientes, temblando de miedo, guindaban de las barandas, justo sobre sus cuernos, esperando que el toro se alejara.

De repente, la fiera sintió un ardor agudo en una de sus patas, arriba, prácticamente en el anca. Realmente, no fue mucha la molestia pero, cuando trató de dar un paso con esa extremidad, su cuerpo se dobló dolorosamente hacia ese lado. Entonces sintió otro chuzazo que le hizo doblar la otra pata. Acosado por el dolor trató de alejarse, aunque fuera arrastrándose, de ese rincón maldito, pero en el instante comenzaron a llover los porrazos, patadas y cuchilladas de la jauría, primero de borrachos y luego de todo el que quiso caerle encima.

Después, alguien apareció un cuchillo largo y plano que cercenó gran parte de una nalga. El toro lanzó su primer gemido desgarrado. Luego, aquello fue el desenfreno total: hombres sacando pedazos de lomo, de barriga, costillas, entrepierna…; con cuchillos, hachas, rulas; y un animal moribundo de sufrimiento y terror, que berreaba con toda la desesperación de su raza.

Un hombre llegó con un hacha de matarife, agarró por un cacho el resto ya descuartizado y aún vivo de la fiera, y le propinó en la frente tales golpes que las astillas de huesos pringaron a los circundantes.


Huracán lanzó por fin su último mugido que estremeció la memoria de los presentes hasta más allá de dos generaciones, y marcó para siempre la historia de aquel pueblo. Los asesinos se alejaron avergonzados y sobrecogidos ante su propio salvajismo. Sólo un joven de aspecto enfermizo permaneció en el enorme círculo del palco, petrificado por el terror y la impotencia.

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