Por
Naudín Gracián
Este
Jhon Jairo Junieles, con nombre y vocación de otros lugares, a quien poco, muy
poco conozco; este Jhon Junieles del que hace unos años escuché hablar en tono
sorprendido por la sorpresa que causó la calidad de su poesía, y cuyo nombre
luego encontré (ya sin mucha sorpresa) entre las estrellas del cielo de los 39
escritores más importantes con menos de 40 años en Latinoamérica; este J. J.
Junieles que un día me saludó por primera vez como si fuéramos amigos de tiempo
atrás, cuando ya le había leído con cara de “y este tipo qué se está creyendo”
su Temeré por mí al final de estas líneas;
este Junieles no me deja de impresionar.
Recientemente
lo encontré en Bogotá convertido en un funcionario público, acelerado,
pendiente de los uatsapazos, tuiterazos y feisbukazos, de los iresidecires de
copartidarios y contradictores, de los proyectos y rendiciones de cuentas; en
un escritor profesional que habla de ideas para series de televisión y de
argumentos para la pantalla grande, de novelas para grandes editoriales, de
concursos y pasantías literarias; en un tipo decidido a ser bueno en lo que le
toque: buen abogado, buen político, buen poeta, buen narrador, buen compañero,
buen amante, buen amigo y digno enemigo. Entonces me pregunté si no sería que
la literatura lo había perdido. ¿Estará dando palos de ciego novato?
Por
eso me acerqué con cierto recelo, como pollo mirando sal, a su texto Barrio
Blues, libro éste con un título y una carátula con cierto olor a esnobismo,
publicado en Estados Unidos de Norteamérica, con un diseño plano de media carta
puntual, sin editorial al frente ni la leyenda correspondiente en el lomo, o
sea con todas las sospechas de haber sido impreso y encuadernado en sabrá Dios
qué taller de garaje con el solo fin de posar de internacional; figurando en
vez de su nombre de autor las palabras J. J. Junieles, como para esconder lo
suramericano y resaltar lo propio de otras tierras con más fortuna que tiene su
identificación. En fin que mi recelo demoró mi decisión a entrar en el libro.
Y
páginas adelante uno cae en la cuenta de que aquel tipo que habla
aceleradamente y con suficiencia de las pudriciones y deleites del mundo
farandulezco no está por ningún lado en estas páginas. Uno podría pensar que este
libro lo escribió un viejo filosofudo, ermitañón, apartado del mundanal rüido, un
viejo que se ha arrrancado el corazón para escudriñarlo a través de una alma
desgastada de tanto uso. Y uno hasta alcanza a pensar que este o aquel poema
pudo haberse eliminado del libro, pero encuentra que tiene una estrofa, una
imagen o un verso que asombra, que hace volver la mirada sobre el texto o sobre
uno mismo. Y hay unos poemas como Los
efímeros, Como aire que se lleva el
mundo, y también antipoemas como Tigre
persa… y luego ese Barrio Blues,
una epopeya en la que se mete uno como en un barrio de verdad, constituido por
nuestro caribe, por nuestras alegrías miserables, por nuestro paraíso que dan
ganas de llorar; poblado por nuestros familiares, amigos y enemigos, y, sobre
todo, por todos los yoes que se aman y asesinan recíprocamente dentro de uno…
“¡Ay, madre, ¿cómo se llama esto?!”.
Confieso
que no he terminado de leer el libro, que me desespero por llegar a la próxima
imagen, a la línea que sé que me golpeará más adelante; pero disfruto saber que
no se ha terminado, que podré volver sobre gran parte de sus poemas, una y otra
vez, antes y después de leer su último verso.
1 comentarios:
Qué buena reseña del hombre y de su libro.
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