Por Naudín Gracián
Hay demasiada gente contenta. ¿Acaso
dije alguna tontería?
–Foción–
Para
casi todas las personas que no tienen ningún contacto con la producción de
literatura, eso de ser escritor es algo así como alguien que tiene un don, casi
un mago que tiene contacto con las musas o la inspiración.
En
verdad este don no siempre es motivo de envidia y para ciertas personas es
causa de temor y hasta de odio; pero incluso para ellas sigue siendo algo fuera
de lo corriente, tal vez una maldición, una enfermedad o un castigo divino, en
todo caso algo que está fuera del mundo natural o de la cordura. Se ha tratado
de cambiar esta imagen y de allí los múltiples esfuerzos porque todas las
personas aprendan a escribir satisfactoriamente bien cualquier clase de texto,
incluso literarios, sin que necesariamente tengan algún interés en convertirse
en escritores. De todas maneras, contrario a la realidad actual, sigue siendo
muy amplia la concepción de que el oficio de escribir es algo muy personal, que
se hace a solas y sólo condicionado por las musas.
Cuando yo comencé a adentrarme en el
mundo de los escritores, no sólo tenía esa misma visión, sino que la
consideraba como una especie de dogma, lo natural y obligatorio en esta
profesión que no era un oficio sino una condena, no porque fuera especialmente
doloroso, sino porque no se podía escoger ni evitar una vez se nacía con el
destino de ser escritor. Sin embargo, bien pronto supe que existían personas
cuyo trabajo era escribir (algo equivalente a hacer panes, muebles, salchichas,
etc.), incluso obras de ficción, algunas de las cuales eran comercializadas en
forma masiva, despreciablemente masiva. Más tarde me enteré de que había
quienes escribían para que otros les pusieran su nombre a esos libros con el
objetivo de que pudieran ser vendidos en grandes cantidades, gracias a la fama
de quienes los firmaban; que había quienes trabajan ayudándoles a otros a armar
historias con sus ideas…, pero en todo caso esos no eran escritores en el
verdadero sentido de la palabra, ni esos textos considerados obras literarias.
Entendía yo en aquellos entonces que
el escribir no tenía relación alguna con el mercado de las obras (distribución
y publicidad); de eso se suponía se encargaban los comerciantes, los cuales,
por supuesto, no escribían ni pretendían interferir en ese acto mágico que
ellos no dominaban. Mi idea (y la de los entusiastas principiantes que conocía)
era que se escribía pensando exclusivamente en la calidad estética, y por ello
uno debía estar dispuesto incluso a morirse de hambre si su literatura no se
comprendía ni se valoraba en su tiempo, pues precisamente eso sucedía con los
escritores que muchos años después de muertos eran considerados grandes genios.
Creía que el acto de escribir era algo personalísimo que casi no aceptaba
indicaciones ajenas, mucho menos parámetros o condiciones de comerciantes
(editores y distribuidores) que, por supuesto, no sabían nada de escribir. Se
consideraba una ley natural que el libro se vendiera a través del tiempo y por
lo tanto el escritor no tenía prisa alguna en publicar libros ya que su
vigencia no dependía de qué tanto bombardeara el mercado, sino de la calidad de
sus obras, la cual por lo general no es compatible con la prisa (Juan Rulfo y
Franz Kafka eran ejemplos muy socorridos al hablar de esto). Ello daba como
consecuencia que se veneraba a los escritores viejos (y aún más a los ya
muertos) ya que eran los que habían tenido el tiempo, las lecturas y el aprendizaje
necesarios para acendrar el estilo y la sabiduría que garantizan una calidad
indiscutible de las obras.
Por eso uno no puede menos que
asombrarse, preocuparse e incluso decepcionarse del viraje que ha tomado la
condición de ser escritor. Primero que todo, se ha convertido directa y
llanamente en un oficio más, que no tiene nada de don y ni siquiera de
especialmente intelectual sino en un medio tan válido como cualquiera para
hacer dinero, para ganarse la vida con mayor o menor éxito, como cualquier otro
oficio que puede ejercer cualquier persona. Simplemente consiste en aprender
ciertas habilidades y técnicas que se constituyen en las herramientas para que
la persona pueda generar unas ideas, organizarlas y plasmarlas atractivamente
con el fin de ser vendidas. Tanto es así que existen especializaciones cuyo
título consiste en declarar “escritor” a quienes las cursan e incluso
actualmente se implementa en Colombia un pregrado para lo mismo. Como sucede en
las demás carreras académicas, en las cuales se gradúan profesionales con
diferentes niveles de calidad, pero todos son profesionales en su área, de
igual manera al terminar estas carreras todos los que las cursan son escritores
con mayor o menor éxito. También existe toda clase de ofertas de tics o ayudas
para ganarse concursos, para tener éxito con las editoriales, con los medios
masivos de comunicación; indicaciones para que los personajes sean atractivos,
las historias interesantes; los temas que debe tocar una novela para que
intrigue, levante escándalo o “toque” a sus lectores; los personajes necesarios
para que un mayor público la adquiera; ahora incluso hay editores que le dan el
tema a los escritores, el estilo en que debe escribirse y hasta la estructura
del libro, y, por supuesto, hay escribidores que los complacen para sacar un
producto altamente comercial. Un comentario negativo sobre una novela inédita
hoy en día es una frase que hace unos años sonaba a elogio: “Es muy buena, pero
no es nada fácil o sea muy poco comercial”. Bajo ese parámetro, que hoy es
fundamental para las editoriales a la hora de publicar una obra y, por
consiguiente, para su éxito o fracaso, estamos seguros de que Kafka, Camus,
Dostovyeski, Hesse, Mann y muchos otros genios de la literatura de todos los
tiempos, cuyas obras bucean en las aguas abisales del alma humana, no hubieran
sido tenidos en cuenta por las editoriales. El ideal de los escritores (varios
me lo han manifestado) es que su libro sea llevado a la pantalla grande y por
ello es notoria la visión cinematográfica de sus narraciones (antes, el hecho de
que a un autor le llevaran al cine sus obras, que sus textos fueran fácilmente
traducidos a imágenes, era prueba de que su literatura era liviana), o escribir
un libro como Harry Potter o El Código Da Vinci, o tener el éxito de Cohello,
cuya clase de productos también existía cuando yo me inicié en la literatura,
pero en esos entonces no era considerado arte y era motivo de burlas, nunca un
ideal.
Ahora, a la hora de publicar, los
escritores hablan de estrategia de medios: entrevistas, reseñas, talk shows,
portadas de revistas, escándalos; y de publicar libros con cierta periodicidad
para mantener vigencia pues “quien no aparece en los medios masivos de
comunicación no existe”. Pasó el tiempo de “el libro debe defenderse solo pues
es una comunión entre el texto y el lector en la cual, una vez publicado el
texto, el autor no tiene nada que hacer”. Ahora al libro, como a cualquier
otro producto, se le aplica la máxima que reza que “lo que no se muestra no se
vende” y lo que no se vende en grandes cantidades es como si no existiera.
Sumado a esto, los escritores
exitosos, que se mueven como pez en el agua en las élites culturales del país,
pareciera que te dieran de cachetadas con sus biografías. Es como si te
dijeran: “Cómo vas a pretender surgir en un mundo dominado por profesionales de
los Andes, la Javeriana,
La Sabana, la UPB, con especializaciones y
doctorados en las universidades más prestigiosas de Europa, a unas edades tan
tiernas que a los cuarenta te hacen sentir un brontosaurio”. O sea: cómo vas a
competir con personas bien comidas, bien dormidas, con todo el haber literario
y cultural a la mano, criadas en las grandes urbes, en contacto permanente
desde la infancia con las élites culturales y periodísticas del país y del
mundo, y que no tuvieron que perder un valioso tiempo de lecturas y formación
en una cosa tan anodina y aplastante como es conseguir la comida. Según sus
biografías, estudiaron varias carreras al mismo tiempo, prácticamente no habían
terminado el pregrado cuando ya adelantaban una maestría o un doctorado; han
conocido países y continentes con la solvencia con que se pasa de un patio a
otro en las casas de los pobres. Pareciera que sus biografías gritaran: el
éxito literario es para los que han estudiado donde da prestigio, han viajado a
los lugares y en los momentos precisos, han conocido a las personas que pueden
dar impulso, recomendar, reseñar, traducir o premiar; han estado en contacto
constante con los medios; en fin, que el éxito literario es para los ricos (las
excepciones existen, pero, como se sabe, confirman la validez de la regla).
Esto hace que se perciba un mensaje
soterrado que apunta a considerar que los escritores viejos son obsoletos, no
están al día con el gusto de la actualidad, de los jóvenes. Al respecto
recordemos la diatriba de Medina Reyes contra García Márquez según la cual una
prueba de que éste es una especie de dinosaurio de la literatura es que la
sobrina de Medina no lo lee. Con esa perspectiva vemos que hoy en día la
literatura está plagada de citas y referencias a los ídolos efímeros de una
música superficial y ruidosa que se vende en cantidades estrambóticas, a los
grandes genios y estrellas del cine hollywoodense, a los alucinógenos y sus
sublimes efectos, a los últimos adelantos tecnológicos, a los genios del
capitalismo salvaje, etc., de la misma manera como antes se citaba o se hacían
referencias a los grandes creadores de la filosofía, de la música y del arte
universal.
Anteriormente el gran dilema para un
pichón de escritor era si estaba decidido a vivir mal e incluso a morirse de
hambre consagrándose al arte, o si se dedicaba a una actividad próspera
económicamente (dejar de ser escritor, se entiende). Ahora la disyuntiva es si
está dispuesto a esa vida de poses, managers, condiciones de las editoriales,
estrategias, etc., propia de un artista exitoso, o si se dedica a ser un
escritor marginal (más bien marginado), condenado sin remedio a ser ignorado y
al olvido.