Por Naudín Gracián
Frases
como “zapatero a tus zapatos”, “nadie da de sí lo que no tiene” o “no se le
pueden pedir peras al olmo” (a nosotros nos queda más apropiado decir naranjas
al mango), se vuelven tan socorridas que terminamos dejándolas a un lado, sin
fijarnos en que encierran una enseñanza eterna y nunca acatada por el ser
humano. Como podrían decirlo los ingenieros, médicos y hasta los pescadores y los
mismos zapateros al hacer un análisis de quienes ejercen sus respectivos oficios,
desde mi posición de inquieto por la pedagogía puedo afirmar que estas frases
ilustran una falencia nunca superada en la enseñanza: el problema fundamental
de la mayoría de los profesores de literatura es que les toca enseñar a hacer
algo que ellos no saben hacer, y a amar algo que detestan.
Una
de las incoherencias más abismales que se presenta en el aula de clases, es
cuando encontramos a profesores que, por ejemplo, exigen a sus alumnos, so pena
de perder la materia, que escriban un cuento, un poema, ensayo, crónica, etc.,
cuando no les han enseñado a hacerlo porque, en la mayoría de los casos, ellos
mismos no son capaces de hacerlo. Normalmente se está pretendiendo que
enseguida de que se le diga al estudiante en qué consiste una clase de texto, su
evolución, principales cultores y características, éste automáticamente redacte
uno de esos textos. Es normal entonces que ese estudiante se estrelle con la
evidencia de que “del dicho al hecho hay mucho trecho”, y luego, como reacción
natural ante el fracaso, le coja fobia a esa actividad.
Como
en la enseñanza de una segunda lengua, en la cual el profesor primero pronuncia
el sonido y luego los estudiantes inicialmente repiten en grupo, para irse
tomando confianza, y luego lo hacen de forma individual; para aprender a
redactar un texto, el profesor primero debe analizar con sus estudiantes varios
del mismo género y luego crear uno con sus alumnos en clase, animándolos a hacer
aportaciones en ideas, en la coherencia y corrección del idioma, para que entonces
pueda insinuarles que “se tiren al ruedo y tomen el toro por los cachos” de
forma individual. Recuerdo que una de las primeras tareas que me pusieron en la
universidad fue hacer un ensayo sobre un texto; lo presenté con enormes dudas
pues no sabía qué era un ensayo y mucho menos cómo se hacía, me pusieron una
excelente nota y me quedé con las mismas dudas durante mucho tiempo, pues no
supe por qué me pusieron esa nota.
Del
otro lado está que en los pregrados no se decanta el personal que va a profesionalizarse
de acuerdo con su identificación o no con el tema que estudian. Por ejemplo, en
cierta ocasión le pregunté a un profesor recién graduado que ya que estaba
dando clases mañana, tarde y noche e incluso los fines de semana, entonces cuándo
leía. Él me contestó: “¡Marica!, si ya leí lo que iba a leer en la universidad,
para qué voy a leer más”. Otro ejemplo que a mí me parece aterrador es el de un
profesor que todas sus notas las toma oralmente o en el tablero porque, como
dijo un día delante de mí: “Yo no soy tan marica de llevarme trabajo para mi
casa”. Yo me pregunto, ¿cómo un profesor de Lengua Castellana y Literatura
puede evaluarles a sus estudiantes la competencia analítica y de producción de
ideas, y su capacidad para plasmarlas en palabras, para organizarlas, si no los
pone a redactar distintas clases de texto de, por lo menos, una página? Hace
poco hice una encuesta en un curso de segundo semestre de Literatura, y arrojó
el resultado de que, de 32 estudiantes, solamente 5 contestaron que estaban
adelantando la carrera que querían estudiar. Así vemos que de las universidades
suelen salir profesionales en “dar clases”, quienes naturalmente derivan pronto
hacia “comerciantes de clases”, o sea personas que aprenden a producir una
mercancía que se llama “clase” y la venden a cuanto “cliente” la solicite.
Como
escritor que acude a los profesores, la mayor dificultad que he encontrado para
lograr su apoyo ha radicado en que les entrego mis libros para que los evalúen
con miras a trabajarlos con los estudiantes, pero no los leen y por eso,
obviamente, prefieren trabajar con los mismos libros de siempre, los que ellos
leyeron cuando estudiaban, porque ya no los tienen que leer, y realizan con
ellos los mismo ejercicios de siempre. Avisado de este problema, me he puesto
en el trabajo de acercarme a los profesores a solicitar su apoyo con una lista
de preguntas y respuestas del libro que propongo, además de una lista de
ejercicios dinámicos que se pueden hacer a partir de las lecturas. Esto me ha
asegurado una gran aceptabilidad, e incluso en algunos casos he llegado a darme
cuenta de profesores que han hecho los ejercicios con los estudiantes y no han
leído el libro.
Parece
ser entonces que el camino de los escritores no consagrados es concientizarnos
de que en los colegios no se van a leer y valorar nuestros libros, como debía
ser, estrictamente por su calidad; que nuestra labor no termina en la excelencia
literaria y ni siquiera en la edición y promoción de los mismos, sino que
debemos convertirnos en cómplices, colaboradores y casi reeducadores de los
profesores. Debemos convencerlos de que es posible que los estudiantes compren
libros (muchos me han dicho en primera instancia que no porque están muy caros
y luego me han vendido hasta medio centenar de ejemplares), que es valioso e
importante que los tengan, que son útiles en el aula de clases y en el producto
social que serán sus educandos, que se pueden hacer clases entretenidas y
sustanciosas con nuestros libros, y que el hecho de que tengamos que
ofrecérselos de forma personal no les quita calidad, no nos convierte en
menesterosos del arte literario. Si hacemos esto, seguramente no lograremos que
dichos profesores se conviertan en buenos lectores y ni siquiera que lean
nuestros libros, pero sí posibilitaremos que una buena cantidad de jóvenes se
acerque a la literatura actual.
Sobre
la posibilidad de que algunos jóvenes “malos lectores” puedan tener
inclinaciones hacia la lectura, tengo una anécdota muy diciente: un sobrino mío
que se ufanaba de haber ganado los exámenes de los libros que le habían puesto
a leer en el colegio sin haberse leído completo ni uno solo de ellos, al
percatarse de lo importante que era la lectura a la hora de presentar los exámenes para
acceder a la universidad, me dijo que le prestara libros, y en escaso mes y
medio se leyó más de ¡dos mil páginas! entre obras de buenos escritores
actuales como Fernando Vallejo y obras fundamentales como La Peste , de Camus, Enemigos,
de Isaac Bashevis Singer, y algunas obras de García Márquez. ¡Y había que ver
el entusiasmo con que me hablaba de sus lecturas y me pedía nuevas obras para
leer! De esto se puede concluir que ese joven era un potencial buen lector que
se tropezó con un método inadecuado en su proceso de lectura durante el ciclo
escolar (alguien podría interpretar: se tropezó con un mal profesor de
literatura).
El
ideal sería que la universidad, en los pregrados, decante al personal que va a
profesionalizar en la enseñanza de la literatura (en las otras áreas deben
haber propuestas parecidas pues lo de “zapatero a tu zapato” es aplicable a
todas las áreas del conocimiento), estructurando un currículo que en los
primeros semestres sea exclusivamente de lectura y redacción, de modo tal que
quien se descubra inhábil o apático en algo tan básico, no pueda continuar. Así
se podría evitar que luego cause daño ejerciendo un oficio para el que no está
habilitado o que incluso deteste. Para esto la universidad también debe
reeducar a sus educadores pues no son escasos los profesores universitarios que
frustran posibles lectores con sus ejercicios inmamables, sus caprichos de
lectura y su rigidez pedagógica. Conozco el caso de una licenciada que me dice
que se vio forzada a leer a Cortázar de tal manera con el mismo profesor en
distintos cursos universitarios (literatura latinoamericana, literatura
hispanoamericana, literatura universal y literatura contemporánea), que tiene
la esperanza de no tener que leerlo más nunca en su vida.
Pero
sucede que si los escritores no canonizados por las grandes editoriales nos
ponemos a esperar que la universidad tome este correctivo y salgan los nuevos
profesionales bien definidos, lo más seguro es que si acaso nos llegan a leer,
eso sucederá cuando ya estemos muertos. Propongo entonces ejecutar una ofensiva
intelectual que nos permita acercarnos directamente a los profesores de
literatura, convencerlos de la idoneidad de nuestros libros para el proceso de
formación literaria de las nuevas generaciones. Obviamente, esto debe estar
respaldado por unos precios razonables para una población estudiantil que en su
gran mayoría ni siquiera se come las tres comidas.
Quiero
dejar claro que no hablo desde la febrilidad de una mente creativa que imagina
que así se podría hacer esto o aquello, sino desde mi experiencia, ya que,
aplicando esta filosofía, he logrado vender varios miles de ejemplares de mis libros
en este medio (departamento de Córdoba, Colombia) en el que se dice que nadie
lee ni compra libros.
1 comentarios:
Naudin, exelente tu artículo. Revisar –para mi gusto- concordancia de algunos verbos. ¿Está correcta esta parte?: «y luego, como reacción natural ante el fracaso, luego le coja fobia a esa actividad».
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