[Recomiendo la lectura de este esxcelente cuento de Lina María Pérez]
Por Lina María Pérez
El suicidio de mi personaje sucede en la última de las diez páginas de intrincada trama de amor e ironía. Ni una más, ni una menos, de acuerdo con la convocatoria del concurso de cuento de la biblioteca de la universidad. Escribí la palabra “fin” convencido de haber creado un relato en el que vibran presentidos reconocimientos. Releí varias veces el texto, cambié una que otra palabra, y resolví las tortuosas dudas sobre los signos de puntuación. Con el seudónimo “Apolo” y un tímido complejo de audacia lo puse en el buzón. Nada podía detenerlo con las tres copias y mi incipiente hoja de vida en sobre adjunto.
La ansiedad incontenible del mes previsto para que se diera a conocer el fallo del jurado reemplazó la amargura por mi rompimiento con Paloma Domínguez. Si, Paloma, ese era su nombre, lo juro, no es el producto de alguna burda analogía. Desde que nos conocimos, aquella tarde de ventisca y granizo, ese amor nació sin destino. Y es que no era fácil conciliar el mundo de una autorizada bióloga con el de un casi graduado en literatura. Los tanteos y desatinos, los goces ilusorios, las expectativas fallidas nos cercaron sin futuro ante el estorbo de que Paloma era diez años mayor que yo. Ese desbalance no era contundente a la hora de la deliciosa pasión que enhebraba nuestros cuerpos; estaba embriagado de felicidad erótica, y el asunto cronológico, que a ella contrariaba, me resultaba intrascendente. Es cierto que esa desavenencia se hacía cada vez más evidente y nos asfixiaba en silencios amargos o disputas funestas -sólo un escritor tan solvente como yo, utilizaría tan atinados calificativos-. Concluí, después de profunda reflexión, que nuestros gustos irreconciliables en asuntos simples, simplísimos, casi anodinos, hacían imposible unir nuestros corazones. A mí Carlos Vives, a ella Serrat; yo soy de amaneceres de boleros; y ella de crepúsculos de tangos; a mí helados de chocolate, a ella burbujas de vainilla; Woody Allen contra Almodóvar... lista interminable, insidiosa.
-Es un disparate, no debemos seguir -dijo sin compasión un jueves después de hacer el amor.
Me dejó aturdido y desarmado. Desde entonces, era una tortura verla correr, volar, por los pasillos de la universidad envuelta en una enorme bata blanca con su autoridad de doctora. Pasaba de largo indiferente a mi presencia; al contemplarla tan fugaz, evanescente en su vuelo y cada vez más inalcanzable, me sentía miserable. La apremiante necesidad de ella se fermentaba en mi piel, en mis deseos. La desgracia de verme despreciado después de los tres meses del más dichoso enamoramiento, me causó una punzada de dolor en el pecho que sólo podría calmar con la fuga. Huir a donde la impenetrable hosquedad de Paloma no me matara; pensé, por ejemplo, en encerrarme en un claustro tibetano que me obligara al celibato, o postularme como voluntario de cualquier causa en el más lejano rincón del planeta. Sí, escapar de su recuerdo a un lugar en el que el aleteo blanco de su imagen no me persiguiera. En algún momento se me cruzó la idea de emular a Werther que mata con él sus románticas desdichas de soñador; pero ¡qué va! Para cometer suicidio hay que tener esencia de héroe, y estoy lejos de ostentarla.
Mientras esperaba ansioso el fallo del concurso, no pude concentrarme en mi tesis de grado: un complicado estudio de literatura comparada sobre los fundamentos semiológicos de las narrativas de amor, locura y muerte. Como era visitante asiduo de la biblioteca, miraba de reojo el espacio en la cartelera en el que revelarían el documento. Desconté los días, uno a uno, como quien deshoja una margarita. En mi fantasía de triunfador me imaginaba pletórico de felicidad al contemplar mi nombre en el primer renglón, – no en el segundo, mucho menos en los posteriores- enfrentado con el título de mi cuento: “Bolero para una noche de tango”. El espejismo me mostraba en sesión solemne, con mi mejor vestido recibiendo la carta portadora del instante de fama que mi relato me tenía reservado. El cheque ilusorio alcanzaría para reemplazar el vestido de galas; la sesión de lectura de mi “Bolero” ante un nutrido auditorio preveía un acto que mi vanidad bendeciría por mucho tiempo. En la primera fila de mi fantasía, mis padres orgullosos de emoción dejarían de reprocharme el que me hubiera dedicado a los estudios literarios y no a la ingeniería, o al derecho, profesiones en las que, según ellos, me movería a todo motor por la autopista de la vida. En esa quimera, Paloma estrechaba su cuerpo contra el mío no sólo para felicitarme, sino como seña inequívoca de que volvería conmigo. Ensayé gestos ante el espejo para dejar registrado un inocente aire de modestia en la imprescindible fotografía del evento. Esa noche dormiría agradecido con mis protagonistas y su desdichada pero honda, hondísima historia de amor.
El día indicado, desde temprano, simulé indiferencia frente a los resultados del concurso. Como era usual, me encontré con mis amigos Valerio y Manolo que rondaban, inoficiosos, los alrededores de la biblioteca. Ellos, y algunos profesores de la facultad que conocían mis veleidades narrativas, me preguntaron si había concursado. Puse cara de ¿quién sabe?, me hice el tonto, subí los hombros, sonreí. El día transcurrió en una calma insoportable, como si las partículas de arena del reloj imaginario se hubieran unido unas a otras convirtiendo su recorrido en un avance lento y tortuoso. Registré con disimulo los movimientos que se sucedieron en el muro que soportaba la prometiente cartelera. Sólo hacia las seis y media de la tarde, desde una esquina estratégica, encaramada en el ruido de sus tacones, vi a Leonor, la desteñida secretaria de la Dirección. Se acercó con una cartulina enrollada bajo el brazo, indiferente al bullicio, a las caras ansiosas. Mi corazón empezó a cabalgar. Desplegó el rollo con una lentitud exasperante, y lo fijó en sus cuatro esquinas. En cuestión de segundos la horda de curiosos desfiló a consultar el edicto. Contuve la incertidumbre. Esperé, inquieto, a que la procesión me dejara el espacio libre. Observé los gestos de desilusión; los interpreté como una certera seña a mi favor. Se despejó el sitio. Conté uno, dos y tres. Caminé excitado e inseguro. Me planté frente al fallo. ¡Respiración espasmódica, terror morboso! Salté los consabidos formalismos, fechas, jurados, objetivos, bla-bla-bla... quedé suspendido en el renglón que anunció el primer premio: fue culpa del cataclismo expectante que me recorrió el cuerpo, estoy seguro; fue por eso que leí mi nombre entreverado en las letras del de Samuel Lozano, y en el lugar del título “Señales de sombra”, se superpusieron anhelantes, los tres sustantivos de mi prometedor “Bolero para una noche de tango”. Pero esa falacia, atroz para mi espíritu, sólo duró unos segundos: la contundencia de la verdad reemplazó mi quimérico triunfo. Con el ánimo en el suelo, recorrí la lista de finalistas y los sugestivos títulos de sus cuentos. Me retiré doblegado por la derrota.
En un esfuerzo por dominar mi frustración acepté ir a la taberna con Valerio y Manolo. Intenté mostrar el ánimo de siempre, hablamos de mujeres, de lo bien que se veía Paloma, y de lo mucho que su presencia palpitante y evasiva todavía me dolía en el alma. Ellos hicieron bromas sobre eso: uno martillaba con: “se te nota más de la cuenta, y no es la primera vez que una mujer mayor se enamora de un joven”, y el otro atornillaba: “ni es la primera que termina por aburrirse de él”, y otras sandeces que me dejaron amargas la boca y la piel. Se atrevieron a decir que yo era un fanfarrón y que sufría de un síndrome de indigestión literaria. Estábamos pasados de tragos y por eso ignoré sus ácidas verdades y la sentencia de que iba a terminar como Alonso Quijano. Con un tono de ironía Manolo sugirió brindar por el premiado Samuel Lozano, nuestro déspota profesor de prosodia en quinto semestre. Valerio, irremediablemente borracho, se burló de los concursos literarios y de los bobos que pretenden algún reconocimiento a través de ellos. “Eso lo hacen los escritorzuelos mediocres, y perdón el pleonasmo”. Los tres nos reímos pero ninguno mencionó haber participado en la convocatoria de la biblioteca. No está de más decir, que los vi merodeando la cartelera después de la retirada de Leonor.
Con la resaca fresca afronto lo inevitable: recorro lentamente las diez páginas de ”Suicida”, palabra que archiva mi cuento. El argumento fluye al ritmo del zumbido asordinado de la pantalla. Mi personaje, un brillante ejecutivo de una multinacional de Internet, cruza su destino con una reconocida economista, asesora de la Comunidad Europea. Un fulminante flechazo los hace víctimas de un amor contrariado y sin esperanzas ante la contundente realidad de que él es diez años menor que ella. La imposibilidad de realizar el amor la lleva a ella a retirarse de la vida pública y a refugiarse en la meditación en un monasterio del Tíbet, y él, como ya se sabe, se suicida por amor, dedicando su acto a León Naphta, en la mágica montaña, con sus falaces ironías. La sinopsis de mi cuento, puede llevar a peregrinas conclusiones, y a condenar mi talento por la apariencia sosa y convencional de mi historia, más apropiada para telenovela del mediodía. No. Mis diez páginas penetran en el drama de dos almas en función de reglas universales que se hacen tiempo, lenguaje, atmósfera. Al menos ese es mi intento: mostrar los ribetes de tragedia de folletín, esa derrota del amor, fatídica por las condiciones en que se plantea el combate. ¡Torpes jurados! ¡Cómo pueden ignorar la hondura de cada uno de mis personajes, y la forma certera como enfatizo la situación de distorsionado dramatismo que existe en el simple, simplísimo y anodino hecho– bienvenida la reiteración-, de que a él le gustan los boleros y a ella los tangos!
Me concentré en el documento. Le hice una crítica descarnada, admiré uno que otro hallazgo luminoso, sus imágenes brillantes, las ideas felices. Para mí el cuento era perfecto y merecía otra oportunidad. Revisé mi agenda y encontré el recorte guardado dos semanas atrás:
“Enviar antes del 5 de octubre, al Tercer Concurso de narrativa breve convocado por la Unión obrera, Apartado 3521, Habana, Cuba, un cuento inédito, ocho páginas, tres copias, datos adjuntos. Premio: 300 dólares y las obras completas de Alejo Carpentier”.
Me dediqué a la tarea de adelgazarle dos páginas y adaptarlo al contexto del mundo obrero, conservando, eso sí, la profundidad semiológica que destila mi pequeña joya narrativa. Esta vez, mi hombre cruza su destino con ella, una ferviente voluntaria de los cuerpos de salud. Una soleada tarde de brisas y palmeras ella acude a registrar las estadísticas médicas en el ingenio azucarero en el que él trabaja los ocho días de la semana. No pueden evitar el fulminante flechazo del que son víctimas de un amor contrariado y sin esperanzas ante la contundente realidad de que él es diez años menor que ella. La imposibilidad de realizar el amor la lleva a ella a arriesgar su vida con veintitrés moribundos en la quimera de una endeble balsa entre el tortuoso oleaje que separa las costas de Cuba y las de la Florida. Él, como ya se sabe, se suicida por amor, dedicando su acto a Septimus, el personaje que se autoelimina dejando a la Señora Dalloway con la mirada en el vacío. Lo de suprimirle las dos páginas a la primera versión fue lo de menos; el meollo lo conservé intacto. Los jurados cubanos admirarían la dimensión de cada uno de mis personajes, el énfasis de la situación de distorsionado dramatismo que existe en el simple, simplísimo y anodino hecho – otra vez la feliz reiteración-, de que a ella le gustan las habaneras y a él el son. Quedé satisfecho con la nueva versión que se fue con el seudónimo “Aquiles”. Cuando conocí el resultado del concurso en el que no apareció mi nombre, me consolé convencido de que las tres copias de “Habanera para una noche de son” se habían extraviado en lo que supuse un tortuoso correo hasta la isla caribeña.
Me olvidé del cuento durante varios meses y quise hacer lo mismo con la obstinación por Paloma. Me dediqué a la lectura desenfrenada. Por una especie de inercia melancólica no podía dejar de acechar las escaleras y los pasillos a la espera de simular un encuentro casual del que sólo obtendría un enfrentamiento con su indiferencia. Me obsesioné con la tesis de grado. Se me impuso la necesidad de dejar la casa paterna, con el secreto deseo de demostrar a mis padres que sí podía valerme con mis estudios literarios. Si bien, el destino no me proponía mejor camino que el de hacerme profesor, obtuve un curso de literatura medieval en el colegio de bachillerato. Una tarde vi a Paloma en la cafetería de la universidad conversando animadamente -adverbio imprescindible para evitar “embelesada”-, con el insoportable Samuel Lozano. Te miré con rabia, Paloma. En ese instante anhelé tener ocho brazos, sí ocho; uno para neutralizar al tipejo ese, y los otros para atraerte a mi cuerpo, despojarte de tu bata banca, anudarte en mi cintura mientras otros dos brazos erotizados te recorren, otros dos delinean tus curvas, otros dos se aferran a tu cuello, y toda tú, Paloma Domínguez, te enlazas en mis abrazos locos... Y te gozo en una trinca de amor y deseo al ritmo de nuestras vibraciones, qué importa si son las de algún bolero decadente o un tango atormentado...
Me acerqué con la pretensión de que mi fantasía me daría fortaleza para abordarla. Calculé cada palabra, cada gesto y la invité al concierto de Serrat. El desaire de su mirada me indicó que la batalla para reconquistarla sería larga.
Cuando terminaba las últimas correcciones de la tesis, pensé de nuevo en el cuento. La facultad acababa de estrenar una novedosa cátedra de taller de escritura, y sus participantes se embriagaban con el furor de la creatividad. Sobra decir, que no me inscribí porque me consideraba un escritor y no un aprendiz. Tampoco lo hicieron Valerio y Manolo, convencidos de que nada podíamos aprender del prepotente profesor Lacambra, conductor del taller. Veíamos con cierto desdén su juventud y su fanatismo por la ciencia ficción. Pero los tres mirábamos con inconfesada envidia el deleite del que gozaban sus alumnos. Lacambra, inauguró, además, el “consultorio literario”, una modalidad de crítica abierta a los escritores clandestinos y vergonzantes para que se atrevieran a sacar a la luz sus textos y someterlos a juicio. No lo pensé dos veces. Lleno de entusiasmo hice doble click, la tesis desapareció de la pantalla y el documento “Suicida” se desperezó después de su letargo de cuatro meses y medio.
Esta vez la lectura me sorprendió menos por sus hallazgos luminosos pero me consoló que en el trasfondo sobreviviera una visión del amor con esas paradojas entre lo sublime y lo trivial, entre la pasión sin fronteras y la cordura inevitable. Sospeché que la concepción de mi ácida historia en un ingenio azucarero poco le diría a un obstinado por la ciencia ficción. Así es que decidí hacer algunos cambios: mis protagonistas se conocen en un viaje interplanetario bajo el hechizo de un atardecer de tres soles y una lluvia de meteoritos. Ella es cartógrafa espacial y él se desempeña como auxiliar de jurisprudencia galáctica. Un fulminante flechazo los hace víctimas de un amor contrariado y sin esperanzas que sólo dura tres años luz. Sus desavenencias, cada vez más evidentes los asfixia en silencios amargos o disputas funestas ante la contundencia de que ella fue clonada diez años, también luz, antes que él; además, él tiene ocho brazos, y ella dos alas. La imposibilidad de realizar el amor la lleva a ella a arriesgar su vida en una frágil cápsula sideral con una docena de refugiados entre el tortuoso oleaje de basura cósmica que separa a Nova 7 de Plutón. Él, como ya se sabe, se suicida por amor dedicando su acto valeroso a Guy Monod que alcanzó el cielo de su rayuela con un tubo de veneno.
Imaginaba al arrogante Lacambra penetrando en la profundidad de cada uno de mis personajes; lo presentía conmovido ante la situación de distorsionado dramatismo que existe en el simple, simplísimo y anodino hecho -de nuevo la afortunada letanía-, de que a él se le estremecen las dos espinas dorsales con el jazz hiper-extremo, y a ella, le hierve la sangre verde con los vetustos rock mega-metálicos. Lo envié con el título: “Jazz para una noche de rock” con el seudónimo “Menelao”. Debo confesar que me retorcía en la esperanza de que el imbécil de Lacambra considerara los méritos de mi texto y fuera el descubridor de mi talento. Ocho días después recibí una lacónica nota que interpreté como un gesto de envidia: “Su estéril talento está vedado para la literatura. Dedíquese a otra cosa”. Mi ego torturado me convenció de que había cometido un error al caer en la trampa del consultorio literario. Pasé la amarga página y me entregué a la versión definitiva de la dilatada tesis. Resignado, seguía con lánguida mirada el inalcanzable vuelo de Paloma por los pasillos de la universidad.
Fue Manolo el que me habló de la convocatoria de relatos femeninos publicada en el suplemento literario. Consulté las condiciones, pasé por alto eso de “por el derecho vital al reconocimiento de la mujer como dueña de un imaginario propio en la narrativa.” El premio exacerbó mis deseos de gloria. Pensé que por cuenta del vetusto feminismo, mi relato, por fin, lograría su merecido reconocimiento. Una ilusoria semana en París con gastos pagados palpitaba en lo más hondo de mi vanidad de escritor. Recordé mi cuento y me emocioné al pensar en las infinitas posibilidades que anidaban en ese intenso tejido de dilemas en el que amor y muerte avivan pasiones y nostalgias.
El mecanismo del procesador corrió veloz hasta cumplir la orden de detenerse en el documento “Suicida”. Alteré el texto conservando la más pura esencia, intentando significar, en su invariable contenido, la resonancia de un drama conmovedor, profundo, sin el más mínimo esguince. En esta versión lúcida y amarga, ella, una aguerrida socióloga, asesora de “Women Rights” cruza su destino con él, un auxiliar de protocolo al servicio de organismos internacionales. Un fulminante flechazo los hace víctimas de un amor contrariado y sin esperanzas: la contundente realidad de que ella es independiente y aguerrida feminista, y él, con diez años menos que ella, apenas inicia su carrera diplomática. La imposibilidad de realizar el amor la lleva a ella a reclutarse como voluntaria para la asistencia de mujeres inmigrantes que arriesgan sus vidas en endebles balsas entre el tortuoso oleaje que separa las costas de África y las de España. Él, como ya se sabe, se suicida por amor dedicando su acto valeroso a Pietro Crespi que no alcanzó a vivir ni treinta años de soledad porque se quitó la vida con un disparo en el corazón.
Satisfecho con los rumbos impredecibles de mi entusiasmo creador, comprobé, una vez más la hondura de cada uno de los personajes, el énfasis en la situación de distorsionado dramatismo que existe en el simple, simplísimo y anodino hecho –afortunado estribillo-, de que ella prefiere la mazurca, y para él, la rumba simboliza la dialéctica del amor. El cuento se fue con el seudónimo “Safo”, y sólo porque reconozco en mí una honestidad literaria a toda prueba, acepté que el fallo del jurado femenino ni siquiera seleccionó “Mazurca para una noche de rumba” entre los veinte títulos. Estoy seguro de que, por algún misterioso mecanismo inconsciente, no logré agazapar mi sensibilidad machista.
El fracaso en mis empeños literarios hizo que mi obsesión por Paloma se convirtiera en un combate de vida o muerte. Comprendí que en las disputas estéticas padecidas una y otra vez en los últimos dos años por cuenta del relato, existió siempre la certeza de que todo en él podía alterarse menos el suicidio del personaje. Desde la primera versión sentí esa intuición iluminada que daba a mi cuento significados certeros. Era la manera de mostrar esa paradoja tragicómica que entraña la confrontación del ideal amoroso con la realidad. Sin suicidio la historia se vendría abajo. Eché mano de Romeo y Julieta, y cinco siglos después, de Arianne y Solal, que respaldan mi argumento. Tanto Shakespeare como Cohen emulan la sublime tragedia amorosa. Sin suicidio, grandes obras de la literatura caerían de su pedestal. Pero, ¿qué saben de esos impulsos la esquiva Paloma, el laureado Samuel Lozano, o el imbécil de Lacambra?
Pienso en mis amadas lecturas, en los entrañables personajes cuyas voces, silenciadas por ellos mismos, me hablan desde su eternidad literaria: Ana Karenina justificó más de mil páginas por lanzarse a las ruedas de un tren de carga; la historia de Emma Bovary es una ciega y desesperada rebelión contra las normas sociales que logra sofocar con un recursivo veneno; Pursewarden abandona la vida con el deseo subversivo de provocar al cuarteto de amigos de Alejandría; y Eduviges Dyada, con su muerte, se suma a los fantasmas de Comala. Alejandra no alcanza a superar la adolescencia y se convierte en héroe y tumba, y el padre de Emma Zunz tomó la pócima en su terrible acto de venganza... Y cómo olvidar a Smerdiakov que puso fin a su destino marcado por el apellido Karamasov; y a Kirilov, el héroe de Dostoyewsky que quiso matarse para reafirmar su insubordinación.
Como en el bizantino dilema entre gallinas y huevos, me he planteado varias veces ¿qué fue primero: el suicidio o la literatura? ¿Qué sería de los escritores sin ese feliz y socorrido recurso? Cuando uno está empantanado, sin rumbo, el relato se vigoriza con un suicidio. Y entonces el personaje cobra un halo misterioso de héroe. Algún poeta, cuyo nombre he olvidado, dijo que el suicida es un asesino tímido. El autor se deleita en el rompimiento de la máxima ética vital: quitarse la vida es el crimen perfecto, la impunidad en estado puro. ¿De qué otra manera podría terminar -en diez páginas, en ocho, en doce- mi héroe destronado?
Mi tesis recibió un estrecho “aceptable” y la ceremonia de grado no tuvo brillos; conservo la foto con sonrisa sosa en medio de mis resignados padres. Paloma ni se enteró. A estas alturas, ella ejerce un alto cargo en el departamento de investigaciones biológicas de la universidad. Intento pensar menos en ella: la inalcanzable, la fugitiva. Me resigné a su vuelo esquivo. Además de la cátedra de literatura medieval, dicto otros dos cursos en el colegio.
Desde hace tres meses emprendo un nuevo proyecto: El Premio Nacional de Narrativa. Su jugosa bolsa de cinco mil dólares me sumerge en el delirio de una escritura febril. La conciencia de poseer el dominio de la intrincada trama de amor e ironía vibra en cada palabra. “Tango para una noche de bolero” crece en una ambiciosa novela de doscientas páginas, ni una más, ni una menos, de acuerdo con la convocatoria del concurso. Se irá en el correo sin que nada pueda detenerla con el seudónimo “Pericles”. El personaje, un estudioso de la literatura, dedicará su suicidio a Dorian Gray que se enterró un puñal en el pecho frente al espejo de su conciencia.
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