Por Naudín Gracián
[Tenía este artículo perdido y lo encontré, más de una década después, en la internet. Me sorprende la vigencia de las ideas, tanto con respecto al tema que trata como con respecto a lo que pienso sobre ello.]
A cualquiera que ame el arte, debe inquietarlo que la gente se interese cada vez menos por las creaciones estéticas del pensamiento humano. Algunos incluso han profetizado que expresiones como la narrativa y el libro en sí están en vía de extinción debido a los adelantos tecnológicos y a las preocupaciones humanas de los últimos tiempos.
Vemos que cada vez son más escogidas las personas que se interesan por adquirir una obra de arte verdadero y que el mercantilismo ha encauzado al público hacia la “artesanía barata”, llámese escultura, pintura, música, literatura, etc. Es fácil encontrar la culpa de este fenómeno en la publicidad, la educación, la tecnología e incluso la sociedad; sin embargo, surge una pregunta que voltea fundamentalmente la perspectiva del asunto: ¿Es el público el que se ha alejado intencionalmente de las expresiones artísticas o es el arte el que se ha elitizado?
Si analizamos la cuestión desde este otro ángulo, encontramos que los “no iniciados” tienen muchas razones para sentir el arte cada vez más ajeno a sus vidas. El artista actual (y sobre todo el que sólo está en la búsqueda insaciable del que se inicia), se aleja cada vez más del espíritu de la gente común, maneja una especie de sarcasmo e ironía ante las expresiones populares, de modo que desprecia sus gustos y sublima cualquier expresión rara, que rompa con lo cotidiano. De ello se valen muchísimos mediocres que creen que con sólo ser “raros” pueden llevar el mote de artistas.
Creo que de allí surge el principal motivo de distanciamiento entre el público y el arte: como el artista se empecina en buscar otros senderos alejados de la cotidianidad, el hombre común no puede ver su realidad reflejada en el arte y por eso no lo siente, no lo involucra y en consecuencia lo rechaza. Eso además de que se ve en el cultor al tipo raro, irreverente y asocial, de modo que hasta se considera una desgracia que en la familia salga un artista (y de eso los que realmente tienen la culpa son el montón de mediocres que escudan su falta de creatividad e imaginación en sus actividades irreverentes y en sus actos salidos de tono).
Por el lado de la literatura en particular, resulta que se ha generalizado el concepto de que no es sólo lo raro, sino lo confuso y difícil de entender, lo que es bueno y venerado. La poesía joven, sobre todo, es la más atropellada por este flagelo, ya que tiende a hablarnos en una retórica llena de referentes extraños a nuestra cultura (antínoos, andrómacas, asperiones, etc.) y que por lo tanto no nos dicen nada. Está llena de imágenes retorcidas que mientras más difíciles de entender sean, con más aprecio se les estima. Incluso llegan a tildar de “simples” y “aprosaicos” a poetas como Jaime Jaramillo Escobar y Gómez Jattin, sólo porque le hablan a la gente de su realidad viva en el lenguaje vivo de la gente.
Por el lado de la narrativa, la cuestión no es más alentadora, pues es normal ver entre las obras más comentadas (no mencionemos los concursos para no desalentarnos) y listadas entre las mejores del siglo, libros impenetrables, sólo para especialistas o iniciados pero que pocos leen por deleite sino como objeto de estudio. Esto indica que se considera obra de genios escribir sólo para escritores y científicos. La culpa de esto la tienen en gran medida la academia y la crítica que ven en la obra artística sólo un objeto susceptible al análisis y no al disfrute, contrario al pensamiento de Borges y, con él, la gran mayoría de los lectores cuando dijo que “un autor que no entretenga fracasó como escritor”.
En contravía con esta perspectiva, al parecer moda, está la historia de la literatura, pues es evidente que las obras que han aguantado el paso de los siglos, son aquellas que incluso tienen un espíritu popular, que reflejan la cotidianidad de sus contemporáneos y que no “ponen a prueba” la inteligencia del lector. La Ilíada, La Odisea, El Lazarillo, El coronel no tiene quien le escriba, son obras con una estructura sencilla, un lenguaje casi costumbrista y unos personajes que reflejan las gentes de su tiempo, incluso en gran medida se deben a la colectividad popular. Porque es precisamente allí donde está la dificultad real en el arte literario: lograr la profundidad mediante la sencillez, ya que en literatura difiere mucho lo fácil de lo facilista. Gabo lo dice magistralmente y de la forma más sencilla por boca de su Abrenuncio: “Mientras más clara es la escritura más se ve la poesía”.
Por lo demás, es mucho más fácil ocultar la ineptitud creando obras confusas, versadas en asuntos extraños que dan impresión de mucha sabiduría, porque así el artista no tiene que ponerse en el trabajo de estudiar su realidad y la de sus circundantes.
No estoy sosteniendo que la narrativa (y el arte en general) debe ocuparse de sicarios, luchas sociales, asuntos políticos, económicos, etc. (ese es otro encasillamiento peligroso), sino que se le hable al lector de la realidad humana que es de todos, de una forma que la capte, lo toque y ojala lo transforme. Que la obra sobresalga por su contenido y ejecución y no por la erudición de su autor u oscuridad de sus ideas. Es bien sabido que Dostoievski hizo novelas a partir de noticias de la crónica roja rusa, pero el resultado es arte universal, válido para cualquier persona en muchas épocas. De igual manera, vemos que García Márquez escribe sumamente marcado por su región de origen y, sin embargo, una rusa le dijo en cierta ocasión que nadie había escrito mejor que él sobre Rusia. Igual nos sucede con El principito, Doña Bárbara, El llano en llamas, El Quijote y muchas otras obras disfrutables, de personajes y acciones claramente definidos, con las cuales, al leerlas, nos sentimos involucrados, sufrimos, gozamos, aprendemos y, para más dicha, nos entretenemos.
Arribamos así al hecho palpable de que en verdad el artista, el arte y muchos de sus adeptos, son los culpables de que la gente se incline por otras manifestaciones menos extrañas, menos peligrosas, más accesibles y “con los pies en la tierra”. Porque, definitivamente, el arte debe tener algo de espejo en el cual la gente pueda, de alguna manera, verse reflejada; pero si una persona no logra dilucidar nada en una obra artística, difícilmente podrá ver su propia imagen en ella.
Tomado de Literario dominical, El Colombiano, domingo 14 de marzo de 1999.
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