Una mirada impía a la
inmortalidad
Por Naudín Gracián
Se trata de un texto con algunos atrevimientos y, sin embargo,
sin ánimos de polemizar. Espero que ninguno de mis lectores
sufra de urticambrie al leerlo y me abandone.
―Dentro de poco lo
olvidarán, como olvidaron a Celia Cruz. Solamente hay uno al que no han
olvidado nunca. ¿Sabes cuál es?
El tipo me miró con
entusiasmo o fanatismo en los ojos, casi desafiante; como si yo le hubiera
estado discutiendo algo y acabara de hallar la prueba reina que aplastaba mis
argumentos. Y en verdad no se me pasó por la mente el nombre que mencionaría.
Como su comentario hacía referencia a la muerte del Joe Arroyo, evento sobre el
que se explayaba la televisión en el momento, pensé que soltaría el nombre de
algún cantante del que él tal vez era fanático y al que con seguridad consideraba
mejor que todos los demás. Estoy acostumbrado a ser testigo de esa debilidad de
muchos, de considerar que lo que ellos aman no es sólo lo más importante sino
lo único. Sobre todo en asuntos musicales. Expresiones como ésa las he
escuchado de varias personas al hablar de The Beatles, de Elvis Presley, de
Michael Jackson, de Celia Cruz, de Héctor Lavoe y de un largo etcétera. Incluso
hace poco leí un artículo de un intelectual de moda en las letras colombianas,
en el cual afirmaba que había que ofrecerle a Dios, para que no se llevara a un
tal Gustavo Ceratti que estaba en coma, que a cambio de él se llevara a Ricardo
Arjona, a Shakira, a Juanes, a Daddy Yankee, y a una larga lista de los más
famosos íconos de la música en el mundo, y que, sin embargo, con seguridad le
íbamos a quedar debiendo. ¡Qué cosas!
Le sostuve la mirada
con la mente en blanco hasta que el tipo soltó su “gallo tapao” irrefutable,
mientras me miraba con una sonrisilla de autosuficiencia:
―¡Jesucristo! ―dijo
como si golpeara la mesa de dominó con la ficha ganadora.
Tuve que hacer un gran
esfuerzo para no reírme como reacción instintiva, y para no contestarle con la
andanada de argumentos que se me vinieron a la mente en el instante. Comprendí
que no era un interlocutor ni lejanamente ideal para reflexionar sobre aquello.
Pensé que su actitud respondía a dos posibilidades: esperaba que yo fuera su
correligionario, de manera que corroborara con gran entusiasmo su aseveración; o
esperaba que no lo fuera, al menos en su secta religiosa, y en consecuencia él suponía
que la luz que su frase despediría hacia la oscuridad de mi profunda ignorancia,
me dejaría anonadado como el rayo a Pablo o Saulo de Tarso. Así de profunda es
la simpleza.
Analicemos un poco la
aseveración tan categórica de este personaje, la cual está acorde con el
pensamiento de la mayoría.
Lo de no haber sido
olvidado luego de su muerte o desaparición, no es algo exclusivo de Jesucristo,
y peor aún: hay muchos que fueron muertos muchos siglos antes que él y que, sin
embargo, no han sido olvidados. Mencionemos algunos nombres: Abraham, 15 siglos
antes que Cristo; Homero, 8 siglos antes que Cristo; Confucio, 6 siglos antes
que Cristo; Buda o Siddhartha Gautamá,
5 siglos antes que Cristo; Sócrates (y sus continuadores Platón y Aristóteles),
5 siglos antes que Cristo; y un largo, larguísimo, etcétera.
Quiero concentrarme en
el caso Sócrates por ser especialmente significativo para comparar su
perdurabilidad en la memoria humana con la de Jesucristo.
1. El arma o
instrumento de Sócrates para ganarse su puesto en el recuerdo es algo
marcadamente antipopular para el común de la gente: el conocimiento, el
pensamiento, la filosofía; mientras que el instrumento de Jesucristo (y de casi
todos los que perduran en la memoria de la gente) es lo más popular e
influyente en el diario vivir del género humano: la religión. Por obvias
razones, es más fácil llegar a ser estimado cuando distribuimos un producto tan
necesario y cotidiano como, digamos, el agua, entre una comunidad eternamente
necesitada de ello, que llegar a serlo distribuyendo un producto repelente para
la mayoría de las personas de esa comunidad. De tal manera que, en cuanto a la
favorabilidad del instrumento utilizado para el mismo fin (no ser olvidado), es
más plausible el logro de Sócrates que el de Jesús, pues a Sócrates le tocó
“bailar con la más fea”, y, sin embargo, ha logrado ser recordado por unos
cuantos siglos más que Cristo.
2. Como se sabe, aunque
ambos (Jesús y Sócrates) se enfocaron en la mente humana (para hacerse recordar
no construyeron ciudades ni pirámides que llevaran sus nombres, ni descubrieron
lugares, ni inventaron instrumentos ni teorías científicas…) lograron hacerse
inolvidables con algo tremendamente antimemoria o especialmente propicio para
el olvido, como es la palabra hablada: ninguno de los dos dejó nada escrito, lo
cual hace un poco más difícil alcanzar la perdurabilidad apuntando sólo al
intelecto humano. En este punto parecería que ambos empatan, sin embargo…
3. Aunque al principio
no parece que haya sido el caso, con el tiempo desarrollar (y en muchos casos
corromper) el legado de Cristo se convirtió en un instrumento marcadamente
efectivo para que las personas se impongan, se hagan al poder y alcancen la
popularidad. De manera que la relación del legado de Jesús con la ambición
individual propia del género humano, creó las condiciones perfectas para que la
memoria de Cristo se arraigara en la conciencia de gran sector de la humanidad,
pues hasta se convirtió en un objetivo fundamental de los estados y de los
poderosos que la visión cristiana se constituyera en la única forma de pensar
de la gente. Entretanto, el legado de Sócrates no sólo no representa ventaja
alguna para satisfacer la ambición humana, sino que incluso la combate y
ridiculiza. En consecuencia, no ha tenido interesados furibundos en imponerla,
como sí los ha tenido el legado cristiano: el legado socrático se ha impuesto
él solo por su esencia, no porque satisfaga los intereses de terceros.
4. Ambos (Jesús y Sócrates)
fueron asesinados por su ideología; pero mientras Jesús amenazaba al estado más
poderoso del mundo, Sócrates sólo ridiculizaba a unos poderosos de un estado
pequeño. Es más fácil hacerse inolvidable enfrentando a un gran estado que
enfrentándose a los poderosos de un país pequeño. ¿Quién tiene más
posibilidades de hacerse inolvidable para la humanidad, alguien que enfrente a un
Hitler, o alguien que enfrente a un zaque andino?
5. Sócrates ha logrado
permanecer sin necesidad de apoyarse en actos impresionistas como milagros al
aire libre, arengas multitudinarias, resucitaciones, terremotos y tempestades
el día de su muerte. Ningún acto de Sócrates que se conozca se pone en duda que
haya sido real por contravenir las leyes de la naturaleza, mientras que los de
Jesús… Y, a alguien cuyos actos son poco impresionantes, le es más difícil
permanecer en la memoria.
6. Que se sepa y sea
significativo, nadie ha matado por imponer las ideas socráticas. No han
existido fanáticos de Sócrates (“Nunca un público ha tenido genio, de ahí que
un genio jamás haya tenido público”, decía con acierto Vargas Vila). Mientras
que las más imperdonables masacres, los crímenes más vergonzantes para la raza
humana han sido cometidos y se siguen cometiendo para imponer las ideas de
Cristo y de otros fundadores o profetas de religiones. Las Cruzadas y la
conquista de América son crímenes sin parangón, incluso por sobre la
monstruosidad de Hitler, y fueron posibles sólo bajo el precepto de imponer las
ideas cristianas. Con semejantes ayudantes es mucho más fácil dejar huella en
la memoria de la humanidad.
7. Las cruzadas nunca
terminan: siempre hay personas haciendo avanzadas, irrumpiendo y violentando
otras culturas, otras formas de ver la existencia (con la intención manifiesta
de destruirlas) en aras de imponer la ideología de Cristo. Que se sepa, nunca
ha habido movimientos sociales, ni espontáneos ni organizados ni orquestados
por poderes claros u oscuros, para imponer las ideas socráticas.
8. Los medios masivos
de comunicación ocupan un inmenso porcentaje de su tiempo a la tarea de
cincelar la imagen e ideología de Jesús en el común de la gente, mientras que a
Sócrates si acaso lo mencionan alguna vez. O sea que nuestra sociedad está
volcada hacia la popularización del pensamiento cristiano, mientras que el
socrático tiene que abrirse paso él solito, por el peso de su sola solidez. Y,
sin embargo, logra permanecer en la memoria humana.
Con todas esas
circunstancias a favor, no es ninguna proeza para una persona (Jesús) ser
inolvidable; es más: le sería imposible ser olvidado, aunque se lo propusiera.
Y, sin embargo, Sócrates
tiene una ventaja: Jesús es primordial sólo para una parte de la sociedad
humana. En algunas culturas es odiado, es sinónimo de calamidades, y, en otras,
es ignorado; mientras que Sócrates es admirado en todas las culturas que saben
de su existencia y, si mueve algún sentimiento, es el de respeto.
Volviendo al enunciado
del tipo sobre Joe y Jesucristo, encuentro que tenía una intención manifiesta
al decirme aquello: minimizar la importancia del Joe, dar a entender que la muerte
de ese tipo no merecía tanta alharaca, que el único que merece reconocimiento y
ser tenido en cuenta es Jesús.
Mientras veía el
noticiero, me llamó por celular otra cristiana, de las que nunca dicen “Muchas
gracias” sino “Que Dios se lo pague”, ni “Hasta luego” sino “Que Dios te
bendiga”, una política a la que en elecciones le hacen fila sin tapujo alguno
para venderle el voto. Le dije que estaba consternado por la muerte del Joe y
enseguida, para aplastar mi admiración por el personaje, me dijo: “Esas
personas se destruyen en el vicio”. Incluso hay muchos que consideran que individuos
como el Joe son instrumentos del demonio, pues para ellas todo lo que sea
distinto a sus creencias, a su secta, es una manifestación del maligno. Como
dice García Márquez, ven por todas partes tantas manifestaciones del diablo que
terminan creyendo más en él que en Dios. Por mi parte, considero que toda
manifestación sublime del arte, la gracia y la inteligencia humana es una
manifestación de la divinidad. Recuerdo al maestro Fernando González, el
filósofo de Otraparte, cuando afirmaba:
Ya comienza a sonreírme el amor en las cañadas en
donde las muchachas lavan. Ayer me senté a contemplar a dos, tan pletóricas,
tan maliciosas, que tuve que decirle al Señor: “No me sonrías así, que estás
haciendo cosquillas; no te rebullas así, Señor, en sus caderas, que me estás
dando comezón y estoy desfallecido...” (Cartas a Estanislao, 1935)
Porque lo sublime, lo
descollante, lo que se constituye en algo único debido a su cercanía a la
perfección, no puede ser otra cosa que una manifestación de Dios. (Escuché a
alguien esta expresión: “La voz de Poncho es una de las pruebas de que Dios
existe”. Vemos que se refería a “la voz”, al talento, no a la persona). Que el
individuo, a través del cual se manifieste Dios otorgándole un Don, no sepa
manejar algunos aspectos de su vida, o que algunos de sus comportamientos no
correspondan a lo que la sociedad de su momento estipule como correcto, no
demerita el don en sí. De todas formas ese don es una manifestación de la
divinidad entre los hombres. Tanto es así que vemos que toda persona que ha
sobresalido en la historia por algún talento, como ser humano que es, ha tenido
aspectos de su vida grises y hasta deplorables, pero sólo queda de ella en la
memoria aquella particularidad singular de su espíritu, aquella manifestación
de la divinidad que tuvo lugar en el mundo a través de esa persona.
Y considero que ese don
debe ser siempre tratado como algo divino, perteneciente a Dios y no al
individuo que lo posee. Si un artista, científico, etc., sublime hace algo que
me lacera u ofende, y en consecuencia yo repugne a aquella persona, eso no debe
evitar que siga teniendo en muy alto valor su don, que siga agradeciendo a Dios
por aquella obra, no importa que la haya realizado a través de aquel individuo.
Porque mi desprecio, si ésa es la actitud que decido asumir frente a esa
persona, no dejará de ser algo sin trascendencia alguna, mientras que su
talento se impondrá por sobre mi juicio personal. Igual posición, pienso,
debería asumirse a la hora de juzgar penalmente a alguien que posea un don de
esos: si la pena implica que el don no pueda seguir desarrollándose, entonces
con esa pena realmente lo que se está haciendo es despreciar el don divino, se
le está tratando como si no tuviera ningún valor. Por ejemplo, si se trata de
un gran músico, vemos que productores, otros músicos, sonidistas, dueños de estudios
de grabación, ingenieros de sonido, compositores, distribuidores, dependientes,
transportadores, guardaespaldas, impresores, diseñadores, vendedores de discos,
de boletas, de refrescos, de licor, de pasabocas, y una larguísima lista de
personas devengan del trabajo de esa persona; y si una condena a ese artista
implica que no pueda seguir desplegando su talento, resulta que en realidad se
está castigando no a ese individuo sino a un amplio sector de la sociedad. A
eso se le debe agregar la alegría que está dejando de aportar a la humanidad,
asunto de un inmenso valor. Pienso que la condena más bien debe contemplar la
pérdida de algunas comodidades, libertades y derechos; que, por ejemplo, lo que
produzca ese artista sea invertido en resarcir en algo el daño causado a quien
perjudicó o a la sociedad, pero en todo caso que su don, esa manifestación
divina que tiene lugar a través suyo, pueda seguir desarrollándose, pueda
seguir siendo agradecida a Dios que fue quien se la otorgó.
De modo que considero
que, sin ningún atenuante, la muerte del depositario de un gran talento como lo
fue Álvaro José Arroyo (y aclaro que no soy salsómano), es algo muy lamentable,
porque mucha, muchísima gente recibía de su talento trabajo, sueños y, sobre
todo, alegrías; porque su voz, su estilo y su música eran una manifestación de
la divinidad que no podrá continuar desplegándose entre los humanos.
27 de julio de 2011.
1 comentarios:
Me encanta la tesis planteada al final:" Toda obra de arte es Una manifestación divina de Dios" y esa manifestación Para que pueda ser representada necesita Como instrumento a un ser humano que la desarrolle y la de a conocer, pero resulta que en cada ser humano tiene por naturaleza un nivel de imperfección y es ahí donde está el vicio, el error, "el pecado". Es justamente éste el que no deja ver objetivamente la divinidad.
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