Por Naudín Gracián
Una de las imprecisiones lingüísticas más comunes es la utilización de
la palabra demasiado con el sentido simple y llano de muy o de bastante.
Así la gente dice “Esto está demasiado bueno”, “Nos divertimos demasiado” o “En
esa fiesta hubo demasiada comida”; por “Esto está muy bueno”, “Nos divertimos
bastante” o “En esa fiesta hubo bastante comida”.
Si nos remitimos al sentido preciso de las palabras, todo lo que es en
demasía es incorrecto, repugnante o dañino, pues todos los excesos son
peligrosos.
Existe una dificultad extrema para precisar dónde termina lo bastante y
dónde empieza lo demasiado, o sea lo excesivo. De esto no se libra, obviamente,
el arte literario. Encontramos que muchas novelas parecen excederse en ciertos
aspectos, hasta saturar; y sólo los estudiosos o académicos logran salir
inmunes al otro lado de su lectura, mientras que muchos lectores desprevenidos
simplemente se quedan empantanados en esos pozos tan densos.
Es esa
la falencia principal de la famosísima novela de Patrick Suskind, “una de las
más leídas” de finales del siglo XX, El
perfume. Esta obra tiene un inicio de una fuerza impresionante, como pocas
en este subgénero literario, comparado en intensidad, interés y originalidad
con el de El Quijote, Cien años de soledad o incluso la Ilíada. La descripción
y narración de la situación salúbricosocial del París del siglo XVIII, fecha y
escenario del macabro nacimiento del protagonista Grenouille, estremece, hace
reír y atrapa de inmediato. Las vicisitudes del crecimiento de este personaje,
y el desarrollo de su monstruosa alma de asesino sin conciencia, casi inocente
pues ni siquiera percibe la magnitud de sus actos (no concibe la valía y
singularidad del ser humano frente a los demás seres u objetos de la
naturaleza), es una idea que ha dado sus excelentes frutos en un alto número de
ventas y lectores. Sin embargo, este libro no debió llamarse El perfume, sino
El almizcle o La Saturación, pues es esa la sensación que provoca. Cuando
Grenouille se introduce en su mundo personal al margen de la realidad, que es
la alquimia de los olores, Suskind lo describe tan imbuido en su afán de crear
nuevas o diferentes fragancias, que para él no existe más que su frenesí
creativo. De lo que no parece percatarse el escritor es de que precisamente en
la descripción y narración del frenesí de su protagonista, él mismo, Patrick
Suskind, es víctima de su propia fiebre creativa, tan intensa que un lector
poco conocedor de ese universo del perfume, casi se ahoga en la avalancha de
datos, fragancias, ideas, nombres y detalles, que parecen no tener fin o que
dan la vuelta sobre sí mismos. Recuerda uno a Michael Ende derrochando
imaginación en la creación de personajes de las más inverosímiles naturalezas
en su libro Historia interminable, o
a Oscar Wilde mencionando un sinnúmero de detalles de culturas exóticas en
algunos pasajes de El retrato de Dorian
Gray. Como estas obras mencionadas (de calidad incuestionable), en muchos
libros sus autores parecieran tener afán por demostrarle a sus lectores la enorme
riqueza de su conocimiento o investigaciones sobre lo que escriben, con una
acumulación de datos que algunas veces no corresponden con precisión a las
necesidades de la historia que escriben, sino a su propia inmersión en el
proceso creativo. En El perfume hay
tantos olores, hedores, fragancias, sustancias, esencias, maceraciones,
destilaciones, combinaciones, cremas, pomadas, perfumes, flores, etcétera, que
el lector siente que se saturan sus ojos y se le embota el cerebro por tantos
datos e ideas que se suceden en una cascada que pareciera por momentos no tener
fin ni freno. Algo así forzosamente deja de ser un perfume, una fragancia
literaria, para pisar los terrenos del almizcle, que si bien es cierto es
elemento esencial para el perfume, es algo hostigante y repelente. Es,
entonces, un perfume (léase novela) demasiado aromatizado, o sea en exceso. Si
a este aspecto le agregamos algunos deslices narrativos como el hecho de que
miles de personas (que en la misma obra son definidas como de muy precario
sentido del olfato y muchas de las cuales están a varias cuadras de distancia)
son subyugadas instantáneamente por una fragancia hasta el punto de despojarlas
de su propia voluntad; o que el protagonista en cierta ocasión se haya sentido
enfermo con el olor humano, pero luego de siete años de purificación de su
nariz y pulmones vuelva a vivir entre ellos sin que su olor le produzca efecto
alguno, entre otros deslices; y si todo eso lo miramos a través de la máxima
que reza que en literatura (y en la vida) todo lo que sobra desmejora,
concluimos que El perfume es una
novela demasiado buena en el mismo sentido en que una naranja está demasiado
madura; o sea que se pasó de calidad.