Un adefesio académico que amenaza el Concurso Nacional de Cuentos de RCN y Mincultura

Por Naudín Gracián

Las leyes y requisitos casi siempre obedecen a la intención de superar vacíos en un sistema, con el objetivo de cualificarlo. Sin embargo, en nuestra sociedad lo corriente es que los funcionarios no tengan en cuenta el espíritu, la intención profunda que tuvo el origen de la nueva ley, al momento de aplicarla. Esto es aprovechado por algunas personas que, de inmediato, se dedican a encontrar las fisuras que les permitan valerse de ella, con el fin sacar provecho, despreciando la intención inicial. Debido a esto, la ley termina siendo un adefesio negativo que obliga a que se haga una nueva, y así sucesivamente. “Hecha la ley, hecha la trampa”, es la bandera de una sociedad que desprecia el bien común y desconoce los valores sociales.

En el caso de la academia, la exigencia por parte de las autoridades competentes (Colciencias y las universidades, por ejemplo) de la indexación de las revistas para que las publicaciones tengan validez a la hora de cualificar la hoja de vida de un académico o investigador, y sobre todo para efectos de aumentos de salarios y estratificación, tenía la intención de “elevar el travesaño” (como en el salto alto) con el propósito de que las investigaciones y textos tuvieran una mayor rigurosidad y un nivel más sólido en sus propuestas y conceptos. Pero, ¡vaya sorpresa! (Sorpresa que ya no lo es en una sociedad tendiente a la trampa, como se afirmó al principio). Muchas personas se han dedicado a cumplir con los criterios establecidos, con el fin de lograr que sus textos sean aprobados gracias al lleno de requisitos formales, sin que necesariamente propongan algo significativo. Y es patente que muchos funcionarios encargados de estas publicaciones se limitan a constatar que el texto recibido cumpla estrictamente con las normas, sin preocuparse demasiado por si hace aportes significativos al saber sobre el cual trata. Esto trae como consecuencia la banalización de esas publicaciones: el motivo de orgullo de muchos “académicos” es el número de artículos publicados en revistas indexadas, y no los aportes que hayan hecho al saber. Se ha convertido en una especie de farándula para intelectuales. De allí que muchas personas con propuestas serias se desmotivan a participar en este círculo cerrado de parámetros y condicionamientos, pues es corriente que escritos con verdaderos aportes sean rechazados por el simple hecho de no cumplir las pautas establecidas.

Todo esto lleva a que la intención que tenía establecer la exigencia de la indexación de estas publicaciones, ha terminado siendo traicionada y, por el contrario, se ha convertido en un obstáculo mayúsculo para lo que se pretendía, que era la cualificación del conocimiento.

Y aquí viene lo que ha motivado la redacción de este escrito. Resulta que la entidad encargada de coordinar la calificación y escogencia de los textos del Concurso Nacional de Cuento convocado por RCN y El Ministerio de Cultura de Colombia (tengo entendido que es Ascún), como entidad académica que es, da por sentado que ése es el rasero que garantiza la calidad de los jurados. Por ello ha exigido que, para que alguien aspire a ser escogido para cumplir esa función, entre otros requisitos, haya publicado un libro debidamente legalizado, y haya publicado artículos en revistas indexadas. Tremendo adefesio es ése, con consecuencias verdaderamente lamentables. Veamos por qué.

1. El segundo requisito mencionado (la publicación en revistas indexadas) deja por fuera a casi todo escritor que no pertenezca a la academia. Si se hace un sondeo sólo superficial, se encontrará que la mayoría de los escritores colombianos, jamás han publicado textos en revista indexadas, no les interesa y muy seguramente están en contra de que por alguna razón les pidan eso. No creo que Jorge Franco, Antonio Ungar, Roberto Rubiano, por decir solo tres nombres, cuya trayectoria literaria aporta decididamente a la literatura del país, cumplan este requisito. ¡Escritores de esa talla no pueden aspirar a ese cargo! ¡Válgame Dios!, diría Samaniego.

2. Sé de casos de personas que han publicado un solo libro colectivo, que no se consideran escritores sino que por alguna exigencia puntual (v. g. para acceder a un trabajo, para graduarse en un posgrado) se han reunido con otras y han publicado un volumen, y que por las mismas razones tienen algún texto publicado en una revista indexada; esas personas fueron aprobadas para ser jurados de este certamen. Es más, conozco a alguien que abiertamente sostiene que no le interesa la literatura, y ha sido escogido.

La mayoría  de los escritores que conozco (incluido yo), algunos con más de diez libros publicados, diversos premios literarios, con experiencia como jurados en numerosos certámenes literarios (incluido el de marras, o sea el RCN), y con toda una vida y pasión dedicada a la literatura, ni siquiera miran hacia esta propuesta porque no cumplen los requisitos. ¿Los que corresponden al segundo ítem, o sea los que solo han publicado para llenar una cláusula, tendrán más idoneidad para ejercer este cargo que estos escritores?

Llegamos entonces al hecho de que, cuando es el cumplimiento de requisitos académicos el rasero con que se mide la idoneidad de algo o de alguien, en vez de garantizarse con ello la cualificación del sistema, lo que resulta es el desprecio del conocimiento. Y eso es exactamente lo contrario del espíritu que originó esa exigencia.

Sólo un académico pudo haber puesto esas condiciones para escoger estos funcionarios en particular, porque para la mayoría de ellos sólo lo que cumpla con los requerimientos académicos, tiene validez.


El respeto al mérito es fundamental en la búsqueda del desarrollo y la paz de este país.

Bestias

Cuando Huracán salió, ningún mantero osó aproximársele. La plaza no quedó totalmente vacía, pero casi todos los que la albo­rotaban se colgaron de las varetas o se tiraron por debajo de la cerca, impresionados por la imponencia y fama del animal. Algunos continuaron deambulando en la plaza, pero lo más alejados que podían de semejante fiera.

Naturalmente, en los palcos se formó una algarabía que reclamaba el arrojo de los garrocheros, banderilleros y toreros, de tal manera que por unos instantes la música de las bandas quedó anulada por el alboroto humano.

Era majestuoso aquel animal. Negro, de astas largas y de carnes llenas. Se paseaba por toda la plaza, sin encontrar quien discutiera su dominio absoluto del territorio. Su fama estaba cimentada en la sangre de sus numerosas víctimas en múltiples corralejas. Miraba a todos lados, orgulloso ante esa turba que le adoraba del puro miedo.

Retrocedió poco a poco hasta toparse con la cerca que le sirvió de apoyo. Muchos valientes, temblando de miedo, guindaban de las barandas, justo sobre sus cuernos, esperando que el toro se alejara.

De repente, la fiera sintió un ardor agudo en una de sus patas, arriba, prácticamente en el anca. Realmente, no fue mucha la molestia pero, cuando trató de dar un paso con esa extremidad, su cuerpo se dobló dolorosamente hacia ese lado. Entonces sintió otro chuzazo que le hizo doblar la otra pata. Acosado por el dolor trató de alejarse, aunque fuera arrastrándose, de ese rincón maldito, pero en el instante comenzaron a llover los porrazos, patadas y cuchilladas de la jauría, primero de borrachos y luego de todo el que quiso caerle encima.

Después, alguien apareció un cuchillo largo y plano que cercenó gran parte de una nalga. El toro lanzó su primer gemido desgarrado. Luego, aquello fue el desenfreno total: hombres sacando pedazos de lomo, de barriga, costillas, entrepierna…; con cuchillos, hachas, rulas; y un animal moribundo de sufrimiento y terror, que berreaba con toda la desesperación de su raza.

Un hombre llegó con un hacha de matarife, agarró por un cacho el resto ya descuartizado y aún vivo de la fiera, y le propinó en la frente tales golpes que las astillas de huesos pringaron a los circundantes.


Huracán lanzó por fin su último mugido que estremeció la memoria de los presentes hasta más allá de dos generaciones, y marcó para siempre la historia de aquel pueblo. Los asesinos se alejaron avergonzados y sobrecogidos ante su propio salvajismo. Sólo un joven de aspecto enfermizo permaneció en el enorme círculo del palco, petrificado por el terror y la impotencia.

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