Una canción vallenata del montón


Por Naudín Gracián

“Como yerba fui y no me fumaron”
Raúl Gómez Jattin

Cuando era adolescente la cantaba por pedazos (lo recuerdo), porque el dolor de no ser lo que se quiere ser, el temor a que la vida no esté de nuestra parte, parece que nace con ciertas personas. Aunque no me la sabía, aunque no la había comprendido en su globalidad (ahora me doy cuenta de ello), y aunque no podía cantarla porque en una parte su melodía es tan alta que “el gallo” no falla si un mortal común intenta interpretarla, me gustaba porque hablaba de alguien frustrado sin ser culpable de ello; y porque mencionaba a la Guajira, una tierra que sólo se necesita conocerla para amarla para siempre.
Durante muchos años la olvidé, tal vez porque, obnubilado en la lucha por conseguir un lugar en el mundo, no estaba para canciones que hablaran de frustraciones debidas a que la vida lo dispone así. Pero con la llegada de los cuarenta (una edad en la que cuando era joven creí ser famoso o suicidarme) uno empieza a recapitular. Y, poco a poco, verso a verso, recuerdo a recuerdo, la canción La vida y yo, interpretada por Los Betos, volvió a instalarse en mí.
La vida y yo es una frase que en sí misma, a nosotros los que pretendimos ser algo más allá de lo que quizás nos fue dado por la naturaleza (no es mi intención blasfemar), nos introduce en el dolor. Desde que empecé a asomarme a la conciencia de lo que es el mundo, he visto a La Vida (con mayúscula) como a una señora señorona, conspicua, despectiva, remilgada, que me mira de soslayo, que pasa por mi lado arrojándome su influjo, como diciéndome: “Nada que ver contigo”. Y siento que esa señora hace lo que le da la gana conmigo, sin consultármelo, sin evaluar mi conveniencia, incluso sin voltearme a ver siquiera, pero nunca dentro de su “loqueledalagana” están mis sueños. Por eso me gusta mucho el poema Poetas del olvido de Luis Fernando Macías cuando dice: “Dejamos rastros/ de carne y de sangre/ en los latidos/ de los versos. (…) pero en todos los cajones/ resquicios y escondrijos/ encontramos el olvido…/ La poesía/ que no quiere venir a nuestros versos/ nos sigue/ paso a paso/ en cada acto/ invisible/ ante los ojos”. La Poesía de la que habla Macías es La Vida para mí. La verdadera Vida, no la sobrevivencia. No confundamos.
Roberto Calderón Cujía
“Nació el muchacho entre guitarras y acordeón / Y enseguida la región / Le dio el acento guajiro”, canta Beto Zabaleta. Nació un niño con la felicidad disponible desde la punta de sus pies hasta el horizonte visible: rodeado de música, de alegría, de una cultura rica, con una identidad orgullosa con motivos. “Y desde entonces la desértica región / Nuevamente floreció / Al compás de un bombardino / El cual mi viejo tocaba en su tiempo / De él llevamos la herencia musical / Él se enguayaba si oye un porro viejo / Un buen bolero / Hombe, y la creciente del Cesar”. Qué buen retrato de la alegría: ¡una región desértica que florece gracias al empuje de la felicidad de un hombre que toca su bombardino porque acaba de nacer su hijo! ¡Qué bello! Y no es un hombre prístino, sino uno sensible, soñador, amante de su prole, de su cultura, de la vida. Mi padre. El de todos, ya sea porque es así, o porque lo fue, o porque quisiéramos que hubiese sido así. “El hijo siguió su sendero / Como una cosa natural / Todo el mundo le dice Beto / La adoración de mi mamá. / Y así el muchacho fue creciendo / Teniendo como base este folclor / Su guitarra aprendió”. No hay duda de que el hogar florece con la existencia de ese hijo, que es bueno, que va encaminado por los mejores sueños de sus padres. Pero… ¡qué desgracia los “peros”! Como en las historias decimonónicas, ese equilibrio paradisíaco planteado al principio es presagio ineluctable de tragedias; es la plataforma, alta, muy alta, desde la cual se desbarranca el ser. Y así una piedra se atraviesa en la perfecta pista de hielo por la que se desplaza aquella vida: una piedra cae en el estanque de aguas diamantinas en reposo: “La suerte lo engañó, qué vaina / Su guitarra quedó callada / Un accidente es la causa”. Aquí el narrador-compositor corta la secuencia, porque quiere dejar el suspenso para la próxima estrofa. ¡Qué le pasó al muchacho? Entonces mete el coro, un coro que salta muy adelante en el tiempo para decir: “Pero la vida tiene reveces / Ay, que a veces / Ay, que a veces…”. La vida tiene golpes tales que… uno no sabe ni qué decir. Pero… “Yo lo he visto reír de mañanita / Yo lo he visto reír. / Ya no puede tocar de madrugada /Ya no puede tocar /Pero puede cantar / Claro que no es igual [a] cuando tocaba / De tanto que lo quiero, me enguayaba”. Y entonces uno trae a la memoria a Licho, el cuento de Jairo Mercado Romero en el cual un hombre viejo abraza a su hermano mientras le recuerda en voz alta su vida de retrasado mental, convertido en el hazmerreír del pueblo que lo acosa y apedrea por el simple pecado de no saber hablar y de ser un niño perenne en un cuerpo de viejo; y al final del cuento ambos mueren abrazados, y entonces el “normal”, al entrar al cielo, le dice a su hermano: “Habla, Licho, habla por todo lo que no pudiste hablar en la vida”. ¿Será algo así lo que relata esta canción?, se pregunta uno en este punto.
Entonces empieza la segunda estrofa: “Pero la suerte está teñida de color / El negro que es el dolor / Y el verde que es la esperanza”. El narrador vuelve al momento enseguida del accidente, sin que nos diga qué fue lo que sucedió, porque no es importante. Lo trascendental son las consecuencias de aquel suceso. Como en la segunda etapa de lo que se conoce como “Novela de La Violencia” en Colombia, cuyos escritores dejaron de retratar descarnadamente el carnaval de horrores que se dieron en esa época vergonzosa del país (tan vergonzosa que sus causantes, la clase poderosa, han tratado de minimizarla, de borrarla de los manuales de historia, de reducirla a producto de la mente afiebrada de los escritores) para dedicarse al estudio y exposición de sus consecuencias en el ser; así en esta canción se obvia la descripción descarnada del accidente para decirnos que el muchacho quedó vivo, rodeado de un tremendo dolor y de una gran esperanza por parte de sus familiares que velaban su lecho casi de muerte. “Tanto sufrir y nunca hacía la distinción / Si había luna o si había sol / Si era sábado o domingo. Las nubes pasan pero se detienen / Como que quiere’ y no quieren correr”. Qué forma tan poética de decir que el tiempo se detuvo para aquella familia, inmóvil en el punto de equilibrio entre la vida y la muerte de aquel joven singular. Hasta que… “En la balanza se jugó su suerte / Bien lo merece / La vida se inclinó con él”. ¡Se salvó el muchacho! Y empezó a convalecer “Como buscando una respuesta / Al caminar quería correr / Y así cumplir con la promesa / Que le ofreció a san Rafael”. Y entonces, poco a poco, la vida volvió a acomodarse: “De dos amores que tenía / La que no era sincera se alejó”. El dolor de la realidad se va decantando. Pero luego el tiempo va acomodando todo, y, como dicen los viejos, en viaje largo se arreglan las cargas: “Pero al tiempo volvió. /Es tarde para usted, mi dama/ A mi lado está su paisana / Si quiere pasa y se marcha”. Retorna el equilibrio, pero un equilibrio por lo bajo, dolorosamente resignado, en el cual (el coro vuelve a recordárnoslo) el muchacho no pudo volver a tocar: toda esa posibilidad de gloria y alegrías quedó sepultada para siempre. A veces, en la madrugada, canta, pero ya no es igual; y entonces el narrador sufre al verle sus ansias frustradas.
Marín, Calderón, Manjarrez, quizás otro la escribió basado en su vida, en la de un amigo, en la de alguien que le contaron. Quien la haya escrito deja de ser importante, porque canciones como ésta se meten en la sangre del pueblo, cumpliendo lo que dijo Borges que es el ideal del arte verdadero: ser anónimas. Porque las obras de autor desconocido son las que permanecen en la historia por su solo peso, sin que nadie haga nada ni tenga interés en popularizarlas; son las que el pueblo hace suyas porque el autor logró construir una obra tan universal que todos pueden considerarse dueños de ella. La canción La vida y yo es la metáfora de los que creímos poder volar (todo joven es soñador) pero que terminamos resignados a ser terrestres, cuando no a sobrevivir en el lodo.

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