Cuentos para tener en cuenta

15 cuentos conforman este volumen, algunos cortos, otros no tanto, y el último titulado Al mediodía de un pueblo diferente, por su estructura es una pequeña novela de 29 páginas. Son cuentos de tema, tono y aliento variado, escritos en épocas muy distintas del autor: entre 1986 (cuando aún no era bachiller) y 2003.



UN CUENTO DE ESTE LIBRO:

BESTIAS

Cuando Huracán salió, ningún mantero osó apro­ximársele. La plaza no quedó totalmente vacía, pero casi todos los que la albo­rotaban se colgaron de las varetas o se tiraron por debajo de la cerca, impresionados por la imponencia y fama del animal. Algunos continuaron deambulando en la plaza, pero lo más alejados que podían de semejante fiera.

Naturalmente, en los palcos se formó una algarabía que reclamaba el arrojo de los garrocheros, banderilleros y toreros, de tal manera que por unos instantes la música de las bandas quedó anulada por el alboroto humano.

Era majestuoso aquel animal. Negro, de astas largas y de carnes llenas. Se paseaba por toda la plaza, sin encontrar quien discutiera su dominio absoluto del territorio. Su fama estaba cimentada en la sangre de sus numerosas víctimas en múltiples corralejas. Miraba a todos lados, orgulloso ante esa turba que le adoraba del puro miedo.

Retrocedió poco a poco hasta toparse con la cerca que le sirvió de apoyo. Muchos valientes, temblando de miedo, guindaban de las barandas, justo sobre sus cuernos, esperando que el toro se alejara.

De repente, la fiera sintió un ardor agudo en una de sus patas, arriba, prácticamente en el anca. Realmente, no fue mucha la molestia pero, cuando trató de dar un paso con esa extremidad, su cuerpo se dobló dolorosamente hacia ese lado. Entonces sintió otro chuzazo que le hizo doblar la otra pata. Acosado por el dolor trató de alejarse, aunque fuera arrastrándose, de ese rincón maldito, pero en el instante comenzaron a llover los porrazos, patadas y cuchilladas de la jauría, primero de borrachos y luego de todo el que quiso caerle encima.

Después, alguien apareció un cuchillo largo y plano que cercenó gran parte de una nalga. El toro lanzó su primer gemido desgarrado. Luego, aquello fue el desenfreno total: hombres sacando pedazos de lomo, de barriga, costillas, entrepierna…; con cuchillos, hachas, rulas; y un animal moribundo de sufrimiento y terror, que berreaba con toda la desesperación de su raza.



Dimensiones: 12 x 17 cm.
Editorial Paso de gato
2 ediciones: 2005, 2007
100 páginas

La familia humana

 Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando el homínido comenzó a bajarse de los árboles porque en ellos ya no encontraba el suficiente alimento o porque eran más sabrosos y nutritivos los del suelo, necesitó aprender a erguirse y a caminar en dos patas para parecer más grande ante sus posibles depredadores y para otear a lo lejos su fuente de alimento. Entonces, a raíz del enderezamiento de sus huesos y de la necesidad de parecer temerario, creció un poco más.

Sin embargo, en ese entonces el planeta tierra desconocía en gran medida la enorme arma que es la inteligencia, de manera que se imponía la fuerza bruta y la ferocidad para la sobrevivencia a costillas de las especies y ejemplares inferiores y débiles. Por ello, muchos animales crecían considerablemente y la ferocidad era cuestión de vida o muerte, de manera que existía gran número de depredadores enormes, frente a los cuales, el homínido en busca de ser hombre, era un ser realmente indefenso. Por ello, tuvo que aprender a vivir en manadas, tanto para defenderse como para alimentarse, pues ya empezaba a escasear el alimento.

Esta convivencia social propiciada por la necesidad, requirió que hubiera una organización, lo cual implica reglas y leyes que cumplir, que en un principio seguramente emanaron de la fuerza y la ferocidad, como en todas las especies, pero con el tiempo empezaron a emanar de la inteligencia y la astucia. Entonces comenzó la comunicación humana propiamente dicha, el pensamiento y el lenguaje, o sea que se desprendió el hombre de su condición animal para constituirse definitivamente en un paso diferente de la evolución, en otra especie claramente distinta: la raza humana.

Durante este incipiente desarrollo de la inteligencia propiciado por el lenguaje y el pensamiento, apareció el primer tabú, factor muy importante para el desarrollo de la familia que es base de la sociedad civilizada. Resulta que, naturalmente, en esos principios de la sociedad humana, todas las hembras pertenecían a todos los machos de la tribu y solamente la fuerza o la jerarquía limitaban mínima y momentáneamente esa pertenencia. Pero entonces apareció el primer tabú que consistió en considerar que los padres no pueden tener contacto sexual con los hijos porque se consideró un hecho antinatural. Como resultado, la sociedad humana se vio en la necesidad de reorganizarse para garantizar la no violación de dicho tabú. De esa manera, se separaron los hombres de las mujeres en tribus distintas, las cuales se asaltaban mutuamente de acuerdo con los impulsos de su naturaleza reproductora. En esta forma de sociedad humana, los críos varones eran “rescatados” de las tribus femeninas durante las luchas intertribales, o cuando cumplían cierta edad eran abandonados con el fin de que las tribus masculinas los adoptaran. Sin embargo, esto no convenía a ninguno de los dos sexos ya que debilitó la raza y se agredían mutuamente con demasiada frecuencia, de manera que surgió la necesidad de establecer un puente de unión que siguiera garantizando que no hubiera contacto sexual entre padres e hijos. Así surgió el primer matrimonio que consistió en que tribus enteras de machos se casaban con tribus enteras de hembras, de manera que se protegían mutuamente y no se agredían a la hora de saciar los instintos sexuales.

En esta nueva forma de la sociedad humana, todos los machos de la tribu masculina tenían derecho a cualquiera de las hembras de la tribu femenina. En consecuencia, cuando un crío nacía hembra, la mamá se quedaba con él porque pertenecía a la tribu femenina, pero cuando nacía macho, el crío se criaba con la tribu masculina porque pertenecía a esa tribu: machos con machos y hembras con hembras.

Esto duró algún tiempo sin que cayeran en la cuenta de que de esa manera los padres podían tener relaciones sexuales con los hijos, dado que un hombre de más de 40 años podía haber engendrado una de las hembras de alrededor de 20 años, y como él tenía derecho a cualquiera de las hembras de la tribu femenina, podía estar con su propia hija. Por lo demás, obviamente no había paternidad definida pues una mujer podía estar con todos los machos de la tribu masculina.

En vista de esto, comenzó a delimitarse el número de miembros del matrimonio y apareció el matrimonio por clubes en remplazo del matrimonio de tribus. Esto consistía en que las mujeres empezaron a pertenecer a un número limitado de hombres, por ejemplo 5, pero a su vez cada hombre podía pertenecer a otros clubes de hombres que poseían a otras mujeres. O sea que la mujer adquirió el derecho a tener la obligación de recibir a solamente a los hombres de su club, no a todos los que quisieran estar con ella, pero el hombre no se limitaba a una sola sino que podía hacer parte de varios de esos clubes. Esta sociedad, por supuesto, tenía que ser matriarcal pues no tenía importancia cuál de los hombres del club embarazaba a la mujer, sino que el hijo, indefectiblemente, pertenecía a la madre sin importar quién era el padre.

Con el tiempo, la mujer adquirió el derecho a pertenecer a un solo hombre a cambio de un gran sacrificio: que durante un período de tiempo fijo, algo así como un mes al año, ella tenía que complacer a todos los machos que la desearan. Esto se llevaba a cabo en una especie de templos religiosos o claustros de expiación en donde la mujer pagaba su derecho a que el resto del año no tuviera la obligación de recibir sexualmente a todos los machos. Luego de este período corto, ella regresaba a su hogar y volvía a estar obligada sexualmente a sólo un hombre.

La siguiente conquista femenina en la sociedad, consistió en que apareció una serie de sacerdotisas que reemplazaban al resto de mujeres en su expiación: estas mujeres vivían permanentemente en dichos claustros a disposición de todos los machos, para que el resto de hembras no tuviera que ir durante su período a entregarse a cualquiera que la deseara; por ello, dichas mujeres eran veneradas por la sociedad: se consideraba que se sacrificaban por las demás y fueron tenidas como una especie de sacerdotisas o semidiosas. Los hombres estaban prácticamente obligados a ir donde ellas para cumplir con su derecho de poseer a todas las mujeres a través de ellas. Los hombres tomaron la costumbre de llevarles algún presente, que no era tomado como propiedad privada de la sacerdotisa visitada, sino para la manutención y ornamentación del templo. Surgieron entonces las que recibían a todos los hombres, no para redimir a las demás mujeres y ayudar con los presentes al templo, sino para quedárselos, y así nace la prostitución femenina con su innegable fondo religioso.

Como podemos ver, la monogamia (un hombre para una mujer) fue un invento femenino que costó sacrificios a la mujer, aunque parezca absurdo a nuestra etapa de la evolución humana.

De todas maneras, la forma como se consolidaba el matrimonio, en ese momento no estaba muy definida y presentaba mucha cabida a la promiscuidad sexual y, con ello, a la incertidumbre sobre la paternidad. Resulta que normalmente un hombre, para asegurar que su esposa no era familia cercana suya (y hasta posiblemente hija pues todavía nadie sabía quién era el padre de nadie, como se verá más adelante), él debía raptar a su pareja de una tribu o población vecina.  Para ello, se aliaba con 4 o 5 amigos pues esto era un asunto donde arriesgaba la vida a manos de la tribu a la que pertenecía la mujer que se robaría.  Este grupo de hombres raptaba a la mujer, muchas veces a costa de sangre, y la primera noche, todos tenían derecho a estar sexualmente con ella, pero luego la mujer pertenecía solamente al que planeó su robo. En consecuencia, la mujer y su descendencia quedaban perteneciendo a esta nueva tribu. Sin embargo, si este hombre la trataba mal, la mujer podía dejarlo y escoger a cualquiera del grupo que la raptó para ser su mujer; naturalmente, cargaba con sus hijos y de esa manera la mujer podía tener hijos de varios hombres: la sociedad seguía siendo matriarcal. Ahora bien, la propiedad privada aún no existía, de manera que todos los hombres (cazando y asaltando en guerras intertribales) y todas las mujeres (cultivando, pescando y criando a los hijos) trabajaban para toda la tribu. Como los hijos eran de las madres y la tribu era considerada una sola familia, todos los críos eran hermanos, o sea que una mujer estaba tan obligada con los críos de sus entrañas como con los críos de las otras mujeres de la tribu: el matrimonio se limitaba al derecho que tenía la mujer a recibir sexualmente a un solo hombre durante el tiempo en que convivía con él.

Cuando sucedía todo esto a nivel social, a nivel económico el humano todavía era seminómada: tenía asentamientos, pero los cambiaba continuamente de acuerdo con las estaciones y la abundancia o escasez de alimento (caza, pesca, cultivos).  Hubo un primer paso hacia la propiedad privada (fundamental porque propició el nacimiento de esta división de los bienes terrenales y con ello de todo lo que implica nuestra cultura del mercadeo): la tribu se posesionaba (por colonización o conquista) de un espacio de terreno y se lo dividía en adjudicación temporal, por ejemplo, durante 5 años. Al cabo de ese tiempo, la tierra dejaba de pertenecer por sectores a cada uno de los miembros de la tribu, se volvía a juntar y a repartir de nuevo con los fines de rotarse las mejores y peores partes del terreno entre todos los miembros, y de darles tierras a los nuevos miembros de la tribu.

Como es fácil deducir, entonces nacieron los primeros pueblos y el hombre rápidamente dejó de ser nómada para posesionarse de las mejores tierras, pues, por lo demás, ya el planeta estaba suficientemente poblado como para que no hubiera excelentes lugares baldíos por todas partes. No hay que tener mucha imaginación para suponerse las tremendas guerras intertribales por la posesión de los mejores terrenos para la pesca, la caza y el cultivo. De manera que nacieron los pueblos grandes, con caserones donde cohabitaban muchas familias con hijos comunes pues todos comían lo de todos y, como ya se dijo, una mujer podía cambiar varias veces de marido sin importar quienes eran los padres de sus hijos. Esto les garantizaba que se podían proteger de los muy posibles y bastante comunes ataques de tribus vecinas.

A raíz de que la tierra pertenecía por temporadas largas a miembros particulares de la tribu, algunos comenzaron a trabajar más duro que otros, o sus lugares eran mejores, de manera que empezaron a sobrarles cosas: comenzaron a tener más de lo necesario para sobrevivir, o sea comodidades como mejores vestidos, armas y animales domésticos que poco a poco dejaron de ser comunes para convertirse en propiedades privadas. Estos señores empezaron a negarse a devolver sus buenas tierras para ser redistribuidas, y poco a poco sus lotes tomaron un estatus de posesión perenne. Como ya podían conseguir algo más que lo necesario para comer y medio vestir, empezaron a acumular ovejas, vacunos, caballos, gallinas y otra suerte de animales que domesticaron y cultivaron en criaderos. Y aquí se fregó definitivamente la mujer, porque pasó a ser parte de la propiedad privada del hombre, o sea una esclava.

Resulta que, cuando el hombre individual empezó a acumular tierra y animales, o sea riqueza, naturalmente le interesó tener la certeza de que quienes heredaran sus bienes fueran hijos de su sangre, sin que existiera ninguna duda, cosa que no se podía con la forma de matrimonio vigente hasta entonces, como ya se explicó.  En consecuencia, el hombre esclavizó a la mujer como única posibilidad de estar seguro de que sus hijos eran de él, de que sus herederos habían sido engendrados por él, o sea de que no había trabajado durante toda su vida para unos hijos ajenos.

Como se puede ver, en esta etapa se constituyó definitivamente la monogamia, no como un privilegio de la mujer, sino como una obligación cuya violación la pagaba con la muerte pues el hombre no quería correr el más mínimo riesgo de heredar en hijos ajenos: recuerden que las adúlteras eran matadas a piedra en las puertas de la ciudad en la cultura hebrea, y estos registros de la Biblia son de una etapa más avanzada de la civilización humana. Sin embargo, la monogamia no existía para el hombre pues él era el dueño de las posesiones y no importaba de qué mujer eran los hijos, siempre y cuando se tuviera seguro quién era el padre. Con este privilegio sexual exclusivo, el hombre se coronó rey de la sociedad humana, y la mujer no tuvo ningún inconveniente ni demora en coronarlo: le puso los cuernos. Naturalmente, como el hombre no tenía obligación de llegarse sexualmente a una sola mujer, accedía a muchas mujeres, entre ellas las casadas. El hombre inventó su diploma como rey y él mismo lo rompió, o tal vez pudo ser idea femenina, porque toda opresión produce consecuentemente su rebelión, y qué mejor rebelión a su esclavización sexual que los cuernos.

Luego de eso, el ser humano ha evolucionado enormemente en su organización social, en su economía y principalmente en las comunicaciones. Se dice que la humanidad se ha desarrollado más en los últimos 50 años, que en los 4.000 anteriores. Sin embargo, la situación intrafamiliar se ha mantenido estática a pesar de la permanente lucha de la mujer por nivelarse en derechos y privilegios con el hombre. De todas maneras, cada día le es más difícil al hombre controlar sexualmente a la mujer debido a los logros que ella ha alcanzado en el trabajo y el estudio, lo cual le da más oportunidades y libertad de personalizar el uso de su sexualidad; pero la división de las tareas en el hogar la sigue manteniendo con un número mayor de responsabilidades, mientras el hombre mantiene un número superior de posibilidades de imponerse socialmente.

 Sin embargo, y quizá a raíz de  que la mujer sigue oprimida, la monogamia cada día es más débil, más imposible, de manera que los cuernos se constituyen en una característica propia del matrimonio. Tal vez, en un futuro no muy lejano (en realidad ya se está dando este giro), con el propósito de seguir conservando su supremacía sexual, el hombre vuelva a una especie de matrimonio por clubes, o sea que un hombre tenga una mujer con dos o tres amantes reconocidos, de manera que entre todos les sea más factible asegurar que la mujer que comparten no tenga relaciones sexuales con desautorizados: como quien dice, se reemplazaría la traición por el cuerno legalizado.


BIBLIOGRAFÍA:

ENGELS, Federico.  El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Medellín: Bedout. 1982.
MORGAN, Lewis. Ancient society, or Researches in the Lines of Human Progress from Savagery through Barbarism to Civilization. Londres: MacMillan and Co. 1877.

La realidad de cada día

Constituido por 8 relatos, es un libro de prosa sabrosa, juguetona, de temas cotidianos y de color local: las supercherías pueblerinas, una señora que acolita las sinvergüencerías de su sobrino, el tipo pesado que daña las parrandas, el conquistador al que lo engaña un homosexual, etc.



UN CUENTO DE ESTE LIBRO:

UNA EXPERIENCIA SINGULAR

Aunque no es absurdo que en la entrada de La Apartada hacia Montelíbano uno encuentre a una monja pidiendo chance a los autos, Ariel consideró que esta vez se le presentaba una oportunidad irrepetible. Así que detuvo su Trooper bruscamente e incluso dio marcha atrás con el fin de evitarle esfuerzos a la religiosa.


Era una mujer hermosa, de hablar dulce como la mayoría de sus colegas, que venía a Montelíbano a visitar a unos familiares recienmudados desde Medellín. Su piel estaba enrojecida por el calor y sus mejillas perladas de gotitas de sudor; su hábito no era pulcramente blanco, sino de un color crema muchas veces lavado. Mientras charlaba, sus manos se agitaban frenéticamente, tratando de aclarar sus ideas, lo cual, al parecer de Ariel, era decididamente sensual. Además, sus ojos eran grandes, inquietos y provocativos.

La sola posibilidad de llegar a acostarse con esa monjita, hizo estremecer a Ariel.

Decidió manejar despacio para darse tiempo de aplicar su estrategia. Primero le preguntó sobre cuestiones religiosas que nunca, y menos ahora, le importaban. De sus respuestas dedujo que, aunque realmente era una mujer convencida de sus dogmas, tenía un punto de vista moderno, acomodado a la realidad de nuestros días. Luego, le indagó sobre sus familiares y lo animó descubrir que eran inestables y que cierto derroche de energías los caracterizaba. Luego, hablaron de muchas cosas: descubrieron que tenían conocidos comunes en Caucasia, Planeta Rica y en Medellín; compartieron criterio sobre la falta de objetivos serios que tiene la juventud de nuestros días. Ariel se arriesgó a contar algunas experiencias, mostrándose arrepentido de haber sido hasta entonces bastante disoluto con respecto a sus sentimientos, sabedor de lo interesantes que son para las mujeres los hombres aventureros. De manera que supo conducirla para que abordaran el tema del amor.

Vendrían por La Balsa cuando vio el momento preciso para declararle de una vez por todas sus intenciones a la monjita. Claro está que en la conversación fue metiendo comentarios de doble sentido, cada vez más atrevidos, como un sondeo al campo sexual de su acompañante, sin que le hubiera presentado un rechazo serio a sus insinuaciones ya inconfundibles. Era evidente para él que la religiosa gozaba intensamente con ese juego de provocaciones y evasiones elegantes.

–Es temprano. Podríamos pasar juntos un rato antes de llegar donde tus familiares. Yo conozco un lugar discreto y decente donde...

–Hoy no puedo. Lo siento, es que tengo la regla.

Paradójicamente, el sorprendido fue Ariel porque, aunque ya sospechaba que esa monja no se escandalizaría si le proponía tener relaciones sexuales, se avergonzó un poco de haber dado tanto rodeo para hacerle la propuesta. Sin embargo, tomó ánimos al darse cuenta de que estaba tan cerca como nunca había estado, ni él ni ninguno de sus amigos, de una experiencia tan singular. Así que atacó de frente, sabiendo que se le agotaba el tiempo:

–Eso no quiere decir que no lo podamos hacer.

–Sí, porque es pecado. La Biblia lo prohíbe. Es muy clara cuando dice que hacerlo así es impuro.

–También dice que debemos procurar ser felices, y esta es una oportunidad que podría no volverse a repetir –tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse, porque en realidad nunca había oído decir que la Biblia dijera eso.

Sin esperar un comentario, agregó casi de inmediato:

–Podríamos... hacerlo de otra manera... ya estaba dispuesto a todo, incluso a arriesgar que ella se enojara y le cerrara la posibilidad de hacerlo en otra ocasión–. Podrías... masturbarme.

–Y... ¿qué satisfacción sacaría yo de eso?

–Tienes razón... –decidió jugar la última carta que le quedaba–. Entonces... hagámoslo por detrás.

–Huy, no, cómo se te ocurre, eso debe ser repugnante.

–Te apuesto que no y que te sentirás muy complacida.

La religiosa calló un momento, como midiendo la propuesta. Luego, agregó más interesada que temerosa:

–¿Y eso no duele mucho?

En ese preciso instante pasaban por el puente de la quebrada La Manuelita y Ariel aceleró para no darle tiempo de que se arrepintiera. Mientras tanto, buscó en la mente y encontró el lugar donde la llevaría: al barrio San Carlos, donde una señora que le había alcahueteado varios cruces con colegiales y mujeres casadas.

Ya era claro para él que la monja tampoco quería perderse esa oportunidad, sobre todo porque no le había vuelto a interponer mandatos bíblicos, a pesar de que sus propuestas no eran muy morales.

Con la habitación no hubo inconveniente porque entraron con carro y todo por un portón de latas viejas y medio caído. Ariel le hizo las consabidas señales a la dueña del lugar, una señora de avanzada edad y de maneras escurridizas que desapareció sigilosa para evitarle vergüenzas a sus clientes, lo cual la hacía confiable.

Ariel y la monjita se instalaron en una pieza cuyas paredes estaban empapeladas con revistas femeninas para evitar que la luz se filtrara por las rendijas. Contra una pared, se recostaba un camastro de mal aspecto pero clavado en el piso con el fin de que resistiera los desastres de los amores clandestinos, sin traqueos ni crujidos. Un ventilador de mesa que alborotaba el calor, y un palo de escoba colgado del techo a manera de ropero, eran el único amoblamiento de ese lugar acondicionado estrictamente para el placer furtivo.

Pero Ariel estaba muy equivocado con respecto a la disposición de la religiosa porque, para su sorpresa y desesperación, ella comenzó a esquivarlo con ese coqueteo propio de las mujeres que aparentan ser víctimas del amor y no del deseo. No le correspondió un abrazo apasionado y le esquivó los labios en las dos primeras ocasiones, pero luego se entregó en un beso apasionado y casi violento. Pasaron varios minutos sin que le permitiera alzarle el hábito y tampoco mostró intención alguna de quitárselo. El calor que era endiablado, sumado a la desesperación y al deseo, produjo en Ariel una rabia mal disimulada.

De pronto, y cuando Ariel ya no sabía qué hacer con los insultos que se le arremolinaban en la boca, la mujer dio con agilidad media vuelta. Entonces levantó el trasero con el hombre encima mientras hundía la cara en la almohada. Ariel interpretó esto como un aviso de que ella era de decisiones intempestivas, así que había que aprovecharla lo más rápidamente posible. Se bajó los pantalones a las corvas y recogió la falda del hábito. Como ella le impidió bajarle la tanga, se la separó al tacto, pero no logró su objetivo en la primera arremetida porque ella se encogió. Ariel le rodeó con los brazos la cintura en busca de un mejor apoyo, y empujó de nuevo, pero ella le contuvo la pelvis con la mano izquierda, y así evitó la embestida.

Al borde de una furia incontenible, Ariel se acostó definitivamente sobre las espaldas de ella, se agarró de sus hombros, se acomodó tan centradamente que no pudiera perder la vía, y empujó con tanta decisión que llegó sin vacilaciones al final de su trayectoria. Ariel sonrió convencido de que estaba viviendo un momento único en su vida. Antes que placer, disfrutó el orgullo de poder contarle aquello a sus amigos.

–Huy, viejo Alfredo, le tengo una como ninguna.

–Qué.

–Imagínese que me tiré una monjita.

–Qué va.

–Seguro que sí, llave. Venía de Caucasia y quedó de regresar el próximo fin de semana. Te la voy a presentar para que te muerdas de la envidia. Si te levantas una vieja por ahí, nos vamos los cuatro para Planeta Rica. ¿Qué dices?

–Listo, hermano. Y cómo te la levantaste.

–Imagínate que yo venía de Montería cuando me la encontré en La Apartada.

–Y te pidió un chance. Sí o qué.

–Claro. Venía a visitar a unos familiares.

–Era una cachaquita, coloradita, apuesto.

–Seguro, hermano. Y empecé a enamorarla. Imagínate, tiene unos ojos como para chuparle las tetas, unas manos de niñera que ni qué.

–Y se lo pediste.

–Que si qué. Pero ella primero me dijo que no, que tal y cual...

–Apuesto que tenía la regla.

–Seguro, llave. Pero yo estaba dispuesto a lo que fuera, no se me escapaba por nada del mundo.

–Y la convenciste por detrás, o no.

–Ajá. Pero tú me tienes cabrero. Parece que supieras de antemano lo que te estoy contando.

–Porque ese es un marica que se viste de monja. Te aseguro que te volviste famoso porque voy a encargarme de que este cuento lo conozca todo el mundo en este pueblo.



Dimensiones: 13,5 x 20,5 cm.
Editorial Gallo tapao
Montelíbano, 1994
70 páginas

A imagen y semejanza


Mario Benedetti

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

Agar e Ismael

Abram, Sara, Agar, Ismael, Isac, personajes archiconocidos con sus situaciones conflictivas: celos, envidias, engaños, maldades, abandono... son el pretexto para narrar dolores eternos del ser humano. Con una propuesta estética interesante, esta novela corta nos transporta, a través de una historia bíblica, a una actualidad perenne llena de temores, agresividad, ilusiones, irrespeto, falta de responsabilidad y de valores, que se repite cíclicamente en los hogares. Novela controversial y entretenida que pone a dudar.


Primer capítulo

AGAR Y LA DESESPERANZA

Siempre había querido conocer el mar. Quizá por eso, apenas se vio arrojada a una libertad que desde hacía mucho tiempo deseaba llena de temores, se le ocurrió que por él le sería más fácil alejarse para siempre de aquellas gentes y de esa vida infeliz que mucho se lamentaba de haber escogido.
Siempre había imaginado el mar como un lugar sereno y placentero, recostado contra playas refrescadas por palmeras y arrulladas por aves de diversos orígenes, que sólo a sus orillas podían reunirse después de viajar desde todos los lugares de la tierra. No obstante, ahora que se le acercaba, tenía la sensación de que podría tratarse de la mismísima boca del infierno, porque el sol y el fogaje le chupaban la vida en cada gota de sudor que le exprimían del cuerpo. La brisa sólo servía para hacer más sólido el sofoco del aire, además de que azotaba con sus nubes de partículas y dificultaba avanzar.
Miró a su hijo. Arrastraba los pies, los ojos casi en blanco, la boca abierta y el rostro congestionado. Ya Ismael se había cansado de lamentarse y ahora solamente se desplazaba sin esperanza alguna de llegar a ninguna parte. Pura arena, un cielo completamente azul que se estrellaba contra el horizonte, esqueletos de árboles muertos desde la prehistoria, y uno que otro cactus. El sol parecía opaco; sin embargo, las dunas reverberaban por el calor.
–Sólo un poco más, hijo, y encontraremos agua.
–Es mentira, mamá, sabes que no llegaremos a ninguna parte.
–Sí, mijo, sí llegaremos. Mira que la brisa fresca nos indica la cercanía de algún jagüey. Hay que tener fe.
El muchacho continuó en silencio hasta que, poco después, sus rodillas se doblaron, sin esperanzas ni gemidos. Agar trató de apoyarlo cruzando un brazo de Ismael por encima de su hombro y agarrándolo fuertemente por la cintura, pero pareció resistirse. Comprendió que así, más que nunca, no llegarían a donde iban. Entonces lo arrimó a una palizada casi cubierta por la arena en busca de un poco de sombra, consciente de que era un lugar propicio para nidos de serpientes. No tuvo ánimos para revisar el sitio. Por el contrario, se alejó un poco.
Miró el horizonte impertérrito, la brisa que azuzaba el fogaje y la arena picante contra la piel. Volvió la vista hacia el muchacho. Los párpados estaban casi cerrados, a no ser por una mínima raya blanca que los separaba. La boca abierta, el cuerpo desgonzado, como si el sol lo hubiera despojado de los huesos.
Entonces apartó la vista de él, se echó tras un pequeño promontorio, dándole la espalda, y cerró los ojos, dispuesta a no verlo morir y a no abandonarlo a las hormigas y serpientes. Lo enterraría con sus últimas fuerzas.
A decir verdad, ya no sentía desesperación, ni ganas de llorar, ni siquiera sed. Se había apoderado de ella una debilidad enorme, como si nada tuviera importancia, como si todo aquello no existiera.
En ese momento, escuchó el primer clamor que le recordó el bramido de un becerro herido en la garganta. Las entrañas se le contrajeron y le pareció­ que algo la arrastraba hacia el fondo. Sin embargo, no le llegaron las lágrimas. Sentía que la lucidez se le iba por momentos.
El muchacho volvió a quejarse, y su voz metálica, áspera y herida, elevó un ronquido, tal vez una plegaria, que ningún dios descifraría.



Novela Corta
Dimensiones: 12 x 17 cm.
88 páginas
Editorial Paso de gato
3 ediciones: 1996, 2006, 2007

EDITORA DIGITAL

La Propiedad

Salomón Brumm huye de sus recuerdos hacia otro Estado donde nadie lo conoce, en busca de tranquilidad para pasar sus últimos días. Efectivamente nadie lo conoce, pero él también ignora las leyes, las costumbres, los problemas sociales, las creencias, los intríngulis políticos de ese país… y el mundo se le voltea encima, como un inmenso caparazón de tortuga. Novela intensa que cuestiona los manejos del estado, la verdad, las creencias, la condición humana.



UN CAPITULO

Soñó que conversaba con sus padres y hermanos en la acogedora casa que les perteneció durante tres generaciones, como si jamás se hubieran muerto, como si no le hubieran causado el dolor que había de volcarle la existencia hacia una desesperación inaguantable. Ese sueño lo reconfortó un poco al convencerse de que no estaba tan abandonado pues, aunque fuera de ese precario modo, sus familiares ahora le daban el cariño que le negaron cuando estaban vivos.


Reconfortado por ese sueño, al día siguiente tuvo los bríos suficientes para dirigirse a la ciudad. Fue vestido con un añejo traje que estrenó en las fiestas del matrimonio de una hermana y que aún parecía nuevo debido al poco uso. Hubo que cepillarlo, plancharlo cuidadosamente y lucirlo ante un espejo durante algunos segundos. Casi se desconoció dentro de él.

Cuando dejó atrás el palenque ya vuelto a restaurar, un sol muy amarillo se colaba por entre el follaje de los mangos y caimitos del patio, y poblaba el césped con figuras oscilantes y volubles. Miró hacia atrás y de nuevo recordó la escena del fantasma del dictador que se paseaba frente a la ventana de un viejo caserón. Decidió que en la tarde cortaría las ramas que ya casi se abrazaban por encima de la construcción, puesto que la falta de sol podría deteriorar las tejas con mayor rapidez.

Aún no abrían las oficinas cuando se detuvo ante el edificio de asuntos públicos. Algunas personas comenzaron a hacer fila tras él. Miró los rostros imperturbables de la cola, como si todos hubieran estudiado para parecer estatuas humanas, y prefirió no preguntarles a cuál despacho debía dirigirse.

Por fin el edificio se tragó las hojas de vidrio azogado que eran las puertas, para dar paso a la gente. Salomón sintió que lo empujaron de atrás y tuvo que saltar dos escalones y equilibrarse con la ayuda de los brazos para no partirse la cara contra el piso o contra la pared.

Cada cual se dirigió al despacho en que atenderían su respectivo problema, pero Salomón permaneció por un momento desorientado, sin precisar su destino. Entonces observó el amplio pasillo, a cuyos lados oficinas aún sin abrir comenzaron a ser asediadas por solicitantes. Una de las puertas se abrió y de inmediato un tumulto de personas se precipitó hacia adentro, dando la impresión de que la derribaban. Por el contrario, a otras oficinas nadie se acercaba. Ciertos tipos corrían esquivando y atropellando a los demás, con fajos de papeles en las manos. Algunas hojas se les caían, pero allí las abandonaban como si les fuera más importante la puntualidad que la eficiencia. Del fondo del pasillo surgió un señor que rompía con furia unos papeles, renegando y profiriendo groserías; luego arrojó los jirones por la ventana que pasaba a su lado, mientras buscaba la salida, como si huyera de algo repugnante.

Al fin el señor Brumm reconoció la única puerta que había traspasado dentro de ese edificio, y asomó la cabeza en aquella oficina. Una joven con una cara común y corriente, con sus pestañas bastante largas y curvadas hacia arriba ─Salomón se imaginó que eran postizas─, lo miró como si él fuera una estatua que siempre había estado en ese sitio. Entró al despacho sin esperar a que lo autorizaran, y aguardó silencioso durante más de un minuto. La joven ni siquiera volvió a mirarlo, absorta en los comentarios de una colega vecina.

A pesar de toda la paciencia de que era capaz, Salomón interrumpió la charla porque tenía mucha ansiedad por comprobar que no había nada irregular con respecto a su propiedad.

─Señorita, necesito aclarar urgentemente un asunto...

─Un momento, hombre.  ¿Acaso no ve que estoy ocupa­da? Es de muy mal gusto interrumpir una conver­sación. Espere que lleguen más personas, porque no es justo que abandone la cuestión que trato en este momento por una sola solicitud que quizá ni siquiera tiene importancia.

─Pero es que lo que yo...

─¿O sea que usted cree que sus asuntos son más apremiantes que los de los demás? Espérese un momento, hom­bre.

En el acto, se volteó hacia su colega mientras comentaba con fastidio:

─¡Esta gente! ¡Qué impertinencia!

Como ya se había dado perfecta cuenta de que el asunto que trataban las dos mujeres no tenía la importancia que la secretaria le adjudicó, tuvo impul­sos de insultarla y marcharse. Un oleaje de furia le rugió en la sangre y un aluvión de palabras empuntadas se le asomó en la lengua, pero prefirió conservar la serenidad, a sabiendas de que se vería forzado a volver.

Momentos después, tomó importancia para la se­cretaria.

─Diga, a ver.

─Necesito saber por qué dicen que una propiedad que adquirí hace poco pertenece a otra persona ─dijo el señor Brumm mientras sacaba de bajo el brazo izquierdo un rollo de papeles que todavía olían a nuevo.

─Pero si usted se equivocó de oficina. Aquí sólo se atienden reclamos de servicios públicos, señor. ¿Sí vio que perdía mi  tiempo atendién­dolo?

─Pero, cómo así. Yo recuerdo que fue en esta oficina donde lo tramité todo. Usted misma debe­ría reconocerme pues eso hace tan poco tiempo. Vea las firmas...

─Fíjese bien en lo que hace y dice ─le cortó la joven como si se dirigiera a un hijo que le estu­viera dando una excusa poco verosímil
─. No me obligue a llamar a un agente para que lo saque por hacerme perder el tiempo, o sea, por entorpe­cer las labores de una empleada del Estado; y hasta por pretender calumniarme con su comenta­rio, porque yo jamás lo había visto.

Acto seguido, hizo girar su silla y quedó de nuevo frente a su colega y de espaldas hacia Salomón. Éste se dio tiempo para ob­servar que todo estaba como lo había conocido: las mismas caras fastidiadas frente a los escri­torios de siempre, idénticos ventiladores ruido­sos, comidos por el óxido, iguales arrumes de papeles y hasta el mismo polvo cubría las máqui­nas de escribir. Sólo las manecillas del reloj de pared no marcaban los mismos números.

Salió de la oficina y entonces pudo com­probar, en un letrero que iluminaba el travesaño superior de la puerta, que la secretaria tenía razón. Leyó: Reclamos Servicios Públicos.

Miró a todos lados en busca del letrero que indicara la oficina pertinente para su queja, pero no pudo distinguirla. Quiso devolverse para preguntarle a la secretaria, pero prefirió ahorrarse el repelón que tendría asegurado. Se dio cuenta de lo grande e intrincado que era ese sitio. Estaba a punto de abandonar el edificio cuando un muchacho que le sonreía amablemente, como para darle a entender que no era grave que fuera tan des­pistado, le indicó con el índice derecho:

─Aquel es el despacho de Registro de Instrumen­tos Públi­cos, señor.

El muchacho se alejó sin darle tiempo a Salomón de agradecerle ni de preguntarle por qué sabía lo que buscaba o si era esa la oficina que realmente necesitaba. Pensó que tal vez había escuchado su conversación con la secretaria o ésta lo había enviado. De todas maneras, se dirigió hacia donde el joven le indicó. Entró con cautela a esa oficina que se le antojó demasiado lujosa para ser la de un em­pleado del Estado. La alfombra, que aunque no era muy nueva conservaba una apariencia agradable, los escritorios relucientes y tapiza­dos de bille­tes extranjeros bajo los vidrios, los fajos de papeles, los libros bien organizados, y el aire refresca­do por un acondicionador, hacían que aquel espa­cio se le pareciera más a la ofici­na de un empresario próspero que a la de un asa­lariado del Estado.

Aleccionado por la entrevista con la secretaria anterior, y debido a un incipiente dolor en los pies por permanecer mucho tiempo parado, estaba calculando en cuál de las tres sillas dispuestas sentarse hasta que decidieran atenderlo, cuando escuchó la voz femenina inesperadamente amable y solícita con él. Se sorprendió de que fuera atendido de inmediato por la secre­taria, quien tenía su escritorio unos metros más acá del de ese joven que aún no pasaba de los veinticinco años pero que ya lucía ese aire de superioridad que caracteriza a los funcio­narios que se creen irremplazables. Salomón dedujo que se trataba del Registrador en persona.

─Mira, Rigoberto. Este hombre afirma que hace poco le compró a  una señora una propiedad de Don Otoniel y que aquí le tramitamos...

─No, señorita. Perdone que la interrumpa. Yo sé muy bien que no fueron uste­des quienes diligenciaron estos papeles. Sin embargo, vean que están amparados por los sellos correspondientes y por...

─¡Un momento, caballero! ─intervino el joven mientras se ponía de pie; resultó ser más alto que Salo­món─. Estos sellos y firmas que aparecen aquí, ni son de esta oficina, ni los conozco en absolu­to. Además, estoy seguro de que usted jamás había entrado a este despacho, y conste que tengo muy buena memoria y que en este Estado pocas personas tramitan traspasos de propiedad; ello hace que me mantenga terriblemente desocupado, pero así mismo me garantiza que jamás olvide la cara de las personas que trato en mi...

Poco fue lo que entendió Salomón de semejante discurso, tan extrañamente arrevesado a su manera de ver. Sin embargo replicó:

─Pero si todo el papeleo se tramitó en la ofici­na que está en la esquina del pasillo, esa que usted puede ver a la derecha si...

─¿Quéee...? ¿Acaso pretende sostener que algunos funciona­rios de este edificio son ineficientes o, en el peor de los casos, que se han confabulado para robarle dinero?

El hombre, que apenas se volvía a sentar, se levantó de nuevo apoyándose en el escrito­rio con las palmas de las manos, en una actitud desafiante

─¡Eso es sumamente grave! Yo le aconsejaría que se marchara ya mismo apro­vechando que, debido a mi escaso trabajo, soy el funcionario más benévo­lo y tolerante que pueda existir. Cual­quiera otro podría acusarlo de difa­mación e irrespeto a la autoridad; de poner con­tratiempos a los funcionarios del Estado, y hasta de burlador de la Ley.

Salomón vio que el tipo estaba rojo, como a punto de ser víctima de un ataque. En su discurso botaba pizcas de saliva que salpicaban el vidrio, como pequeños disparos que no alcanzaban su objetivo.

─… me da la impresión de que usted es uno de esos charlatanes que nos hacen partícipes de un problema, aprovechando nuestra disponibilidad para escuchar las quejas de los ciudadanos, y luego desaparecen para siempre, porque sus planteamientos carecen en absolu­to de fundamento.

Hizo un gesto de desprecio dirigido a Salomón pero mirando a la secretaria:

─¡Qué cosas tan absurdas se les ocurre a la gente! ¡Que compró una casa de Don Otoniel!
Volvió a sentarse apartando la mirada, como si la sola presen­cia del señor Brumm le fuera humi­llante. Luego le dijo:

─¿Y todavía no se ha ido? ¿Acaso espera que lo mande a detener?



Novela
Dimensiones: 14 x 21,5 cm.
Editorial Universidad de Antioquia
Medellín, 2002
106 páginas

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