Constituido por 8 relatos, es un libro de prosa sabrosa, juguetona, de temas cotidianos y de color local: las supercherías pueblerinas, una señora que acolita las sinvergüencerías de su sobrino, el tipo pesado que daña las parrandas, el conquistador al que lo engaña un homosexual, etc.
UN CUENTO DE ESTE LIBRO:
UNA EXPERIENCIA SINGULAR
Aunque no es absurdo que en la entrada de La Apartada hacia Montelíbano uno encuentre a una monja pidiendo chance a los autos, Ariel consideró que esta vez se le presentaba una oportunidad irrepetible. Así que detuvo su Trooper bruscamente e incluso dio marcha atrás con el fin de evitarle esfuerzos a la religiosa.
Era una mujer hermosa, de hablar dulce como la mayoría de sus colegas, que venía a Montelíbano a visitar a unos familiares recienmudados desde Medellín. Su piel estaba enrojecida por el calor y sus mejillas perladas de gotitas de sudor; su hábito no era pulcramente blanco, sino de un color crema muchas veces lavado. Mientras charlaba, sus manos se agitaban frenéticamente, tratando de aclarar sus ideas, lo cual, al parecer de Ariel, era decididamente sensual. Además, sus ojos eran grandes, inquietos y provocativos.
La sola posibilidad de llegar a acostarse con esa monjita, hizo estremecer a Ariel.
Decidió manejar despacio para darse tiempo de aplicar su estrategia. Primero le preguntó sobre cuestiones religiosas que nunca, y menos ahora, le importaban. De sus respuestas dedujo que, aunque realmente era una mujer convencida de sus dogmas, tenía un punto de vista moderno, acomodado a la realidad de nuestros días. Luego, le indagó sobre sus familiares y lo animó descubrir que eran inestables y que cierto derroche de energías los caracterizaba. Luego, hablaron de muchas cosas: descubrieron que tenían conocidos comunes en Caucasia, Planeta Rica y en Medellín; compartieron criterio sobre la falta de objetivos serios que tiene la juventud de nuestros días. Ariel se arriesgó a contar algunas experiencias, mostrándose arrepentido de haber sido hasta entonces bastante disoluto con respecto a sus sentimientos, sabedor de lo interesantes que son para las mujeres los hombres aventureros. De manera que supo conducirla para que abordaran el tema del amor.
Vendrían por La Balsa cuando vio el momento preciso para declararle de una vez por todas sus intenciones a la monjita. Claro está que en la conversación fue metiendo comentarios de doble sentido, cada vez más atrevidos, como un sondeo al campo sexual de su acompañante, sin que le hubiera presentado un rechazo serio a sus insinuaciones ya inconfundibles. Era evidente para él que la religiosa gozaba intensamente con ese juego de provocaciones y evasiones elegantes.
–Es temprano. Podríamos pasar juntos un rato antes de llegar donde tus familiares. Yo conozco un lugar discreto y decente donde...
–Hoy no puedo. Lo siento, es que tengo la regla.
Paradójicamente, el sorprendido fue Ariel porque, aunque ya sospechaba que esa monja no se escandalizaría si le proponía tener relaciones sexuales, se avergonzó un poco de haber dado tanto rodeo para hacerle la propuesta. Sin embargo, tomó ánimos al darse cuenta de que estaba tan cerca como nunca había estado, ni él ni ninguno de sus amigos, de una experiencia tan singular. Así que atacó de frente, sabiendo que se le agotaba el tiempo:
–Eso no quiere decir que no lo podamos hacer.
–Sí, porque es pecado. La Biblia lo prohíbe. Es muy clara cuando dice que hacerlo así es impuro.
–También dice que debemos procurar ser felices, y esta es una oportunidad que podría no volverse a repetir –tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse, porque en realidad nunca había oído decir que la Biblia dijera eso.
Sin esperar un comentario, agregó casi de inmediato:
–Podríamos... hacerlo de otra manera... ya estaba dispuesto a todo, incluso a arriesgar que ella se enojara y le cerrara la posibilidad de hacerlo en otra ocasión–. Podrías... masturbarme.
–Y... ¿qué satisfacción sacaría yo de eso?
–Tienes razón... –decidió jugar la última carta que le quedaba–. Entonces... hagámoslo por detrás.
–Huy, no, cómo se te ocurre, eso debe ser repugnante.
–Te apuesto que no y que te sentirás muy complacida.
La religiosa calló un momento, como midiendo la propuesta. Luego, agregó más interesada que temerosa:
–¿Y eso no duele mucho?
En ese preciso instante pasaban por el puente de la quebrada La Manuelita y Ariel aceleró para no darle tiempo de que se arrepintiera. Mientras tanto, buscó en la mente y encontró el lugar donde la llevaría: al barrio San Carlos, donde una señora que le había alcahueteado varios cruces con colegiales y mujeres casadas.
Ya era claro para él que la monja tampoco quería perderse esa oportunidad, sobre todo porque no le había vuelto a interponer mandatos bíblicos, a pesar de que sus propuestas no eran muy morales.
Con la habitación no hubo inconveniente porque entraron con carro y todo por un portón de latas viejas y medio caído. Ariel le hizo las consabidas señales a la dueña del lugar, una señora de avanzada edad y de maneras escurridizas que desapareció sigilosa para evitarle vergüenzas a sus clientes, lo cual la hacía confiable.
Ariel y la monjita se instalaron en una pieza cuyas paredes estaban empapeladas con revistas femeninas para evitar que la luz se filtrara por las rendijas. Contra una pared, se recostaba un camastro de mal aspecto pero clavado en el piso con el fin de que resistiera los desastres de los amores clandestinos, sin traqueos ni crujidos. Un ventilador de mesa que alborotaba el calor, y un palo de escoba colgado del techo a manera de ropero, eran el único amoblamiento de ese lugar acondicionado estrictamente para el placer furtivo.
Pero Ariel estaba muy equivocado con respecto a la disposición de la religiosa porque, para su sorpresa y desesperación, ella comenzó a esquivarlo con ese coqueteo propio de las mujeres que aparentan ser víctimas del amor y no del deseo. No le correspondió un abrazo apasionado y le esquivó los labios en las dos primeras ocasiones, pero luego se entregó en un beso apasionado y casi violento. Pasaron varios minutos sin que le permitiera alzarle el hábito y tampoco mostró intención alguna de quitárselo. El calor que era endiablado, sumado a la desesperación y al deseo, produjo en Ariel una rabia mal disimulada.
De pronto, y cuando Ariel ya no sabía qué hacer con los insultos que se le arremolinaban en la boca, la mujer dio con agilidad media vuelta. Entonces levantó el trasero con el hombre encima mientras hundía la cara en la almohada. Ariel interpretó esto como un aviso de que ella era de decisiones intempestivas, así que había que aprovecharla lo más rápidamente posible. Se bajó los pantalones a las corvas y recogió la falda del hábito. Como ella le impidió bajarle la tanga, se la separó al tacto, pero no logró su objetivo en la primera arremetida porque ella se encogió. Ariel le rodeó con los brazos la cintura en busca de un mejor apoyo, y empujó de nuevo, pero ella le contuvo la pelvis con la mano izquierda, y así evitó la embestida.
Al borde de una furia incontenible, Ariel se acostó definitivamente sobre las espaldas de ella, se agarró de sus hombros, se acomodó tan centradamente que no pudiera perder la vía, y empujó con tanta decisión que llegó sin vacilaciones al final de su trayectoria. Ariel sonrió convencido de que estaba viviendo un momento único en su vida. Antes que placer, disfrutó el orgullo de poder contarle aquello a sus amigos.
–Huy, viejo Alfredo, le tengo una como ninguna.
–Qué.
–Imagínese que me tiré una monjita.
–Seguro que sí, llave. Venía de Caucasia y quedó de regresar el próximo fin de semana. Te la voy a presentar para que te muerdas de la envidia. Si te levantas una vieja por ahí, nos vamos los cuatro para Planeta Rica. ¿Qué dices?
–Listo, hermano. Y cómo te la levantaste.
–Imagínate que yo venía de Montería cuando me la encontré en La Apartada.
–Y te pidió un chance. Sí o qué.
–Claro. Venía a visitar a unos familiares.
–Era una cachaquita, coloradita, apuesto.
–Seguro, hermano. Y empecé a enamorarla. Imagínate, tiene unos ojos como para chuparle las tetas, unas manos de niñera que ni qué.
–Y se lo pediste.
–Que si qué. Pero ella primero me dijo que no, que tal y cual...
–Apuesto que tenía la regla.
–Seguro, llave. Pero yo estaba dispuesto a lo que fuera, no se me escapaba por nada del mundo.
–Y la convenciste por detrás, o no.
–Ajá. Pero tú me tienes cabrero. Parece que supieras de antemano lo que te estoy contando.
–Porque ese es un marica que se viste de monja. Te aseguro que te volviste famoso porque voy a encargarme de que este cuento lo conozca todo el mundo en este pueblo.
Dimensiones: 13,5 x 20,5 cm.
Editorial Gallo tapao
Montelíbano, 1994
70 páginas
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