Los muertos valen lo que pesan sus recuerdos

Contiene 10 cuentos, una especie de epílogo y una presentación escrita por José Luis Garcés González. Aparecen en él, entre otros, En la ruleta de los sueños, cuento premiado en el II concurso de cuento de la Secretaría de Educación de Medellín, 1989; Nubarrones, cuento premiado en el concurso nacional de cuento breve El Túnel de Montería, 1989; Desempolvando adioses, mencionado en el concurso de cuento regional de la Costa Atlántica Leopoldo Berdella, de Montelíbano, 1990; y Una manera amarga de apoderarse del vacío, cuento ganador del premio único del III concurso nacional de cuento Fernando González de Medellín, 1990.

UN CUENTO DE ESTE LIBRO:

EN EL CEMENTERIO DE LOS PARAGUATANES 


“El hombre es fugaz
Como el eco de un nombre impronunciado”  -José Manuel Vergara-

Ya va de huida el sol y proyecta las sombras hacia atrás de sus dueños, de tal manera que ninguno de los dos puede ver esa mancha voluble y negra que los persigue, pues no miran hacia donde van quedando las huellas de sus caballos. Ya sé que van tres, pero dije dos porque el que va en el medio está muerto aunque no lo parezca.

Los caballos pisotean esa culebra de color candela que los conduce hacia el cementerio de los paraguatanes y levantan una neblina de polvo que da más fuerza al bochorno. Así como van, no pareciera que el muerto está vivo sino que los tres van muertos, porque se tambalean al compás de los caballos y miran un punto fijo. No se dicen nada. Tal vez saben que, si sueltan las palabras, éstas se estrellarán contra el polvo, muertas de calor, antes de tocar el oído.

Junto a ellos pasa el bramido de un toro que parece morir de sed, y su eco no llega muy lejos: se pega a las piedras hasta extinguirse calcinado. Se vuelve pegajosa la boca y de pasta los labios. Tal vez alguien ha llegado a la cantina de don Rufo y le espanta el tedio diciendo:

-Déme una cerveza.

Después de arrojársela a su sed, anuncia:

-Busco a la Julia porque juré casarme con ella.

Si esto hubiera ocurrido unos ocho años antes, cuando la vida todavía andaba por estos parajes, la carcajada de los asistentes hubiera despertado el lugar. Pero ahora no. Simplemente miraron a ese don Quijote con pistolas que está recostado contra el mostrador y, como algunos observan hacia la calle, se me antoja que si supieran algo acerca de aquel señor de la Mancha, quizás pensarían que el que está amarrado en el horcón de la entrada es el mismísimo Rocinante. Por lo que dijo, saben que es otro de los tantos locos a los que el sol les seca el cerebro y andan por todo el llano inventándose una excusa para correr tras una bala que les ayude a dejar caer la vida. Todos parecen no haber visto nada y continúan jugando a que juegan.

Los tres jinetes llegan al pueblo de cruces. Todas son de igual color, como si estuvieran hechas del mismo palo o tuvieran la misma enfermedad. A algunas les hace falta un brazo, o los dos; las que no están tiradas de espaldas sobre el montón de tierra que coronan, están ladeadas como un hombre herido. Podría decirse que en este lugar hasta las cruces están muertas o agonizando.

Los dos vivos se apean mientras que el difundo, empecinado en seguir mirando como si buscara su cadáver, no se ha dado cuenta de que llegó a casa. Amarran las tres bestias en un árbol que el sol está dejando calvo, y quitan la sombra que monta al tercer caballo con el cuidado de quien baja a una parturienta. El muerto se recuesta sobre el que llaman Justo y le ensucia la camisa de sangre como un borracho lo haría de baba.

Es dura esta costumbre cristiana de enterrar los muertos.

Allí se queda el difunto tirado, contento del tamaño de su muerte, mientras los vivos se arman con los picos y palas que trajeron amarrados a los lados de sus sillas. Como si de antemano hubieran tenido marcado el lugar y el tamaño, comienzan a cavar, sin mirarse siquiera.

Ahora el jinete que tal vez llegó a la cantina, está sentado a una mesa con una cerveza al lado. Los que juegan en el rincón lo ignoran y don Rufo trata de encontrar la punta del sueño que extravió cuando llegó el forastero.

-¿Alguien conoce a la Julia?

-No es costumbre por aquí conocer a nadie.

La respuesta pareció salir de las paredes porque el forastero mira a su alrededor y nadie se muestra enterado de que él está en medio del salón.

Acá, en el cementerio, los dos hombres se dan prisa en remover la tierra, quizá porque el calor puede acelerar la descomposición del muerto o por su afán de cumplir la cita que tienen pendiente. El sudor les culebrea por todo el cuerpo mientras le van ganando la guerra a esa tierra dura y tan muerta como sus entrañas. Si miraran los troncos y las piedras que yacen por los alrededores, podrían ver que emanan una especie de humo, como el que despide la gasolina. Pero ellos no miran nada. Estoy seguro de que si a uno de los dos le preguntaran de qué color está vestido el otro, no tendría qué responder.

Cuando calculan que el hueco está listo, más por el tiempo que le han gastado que por lo profundo, van donde el difundo y lo arrastran halándolo de las extremidades. Ya está tieso y la sangre negra se le cae como corteza de cocotero seco. Al borde de la fosa, Justo Molina agarra los brazos y Manuel Montoya las piernas. Después de levantarlo arriba de sus rodillas, lo dejan caer como un costalado de basuras. Cabe perfecto.

-¡Cómo se nos acabó el Gitano!

No salió malo el intento de hablar, porque las palabras no cayeron fulminadas por el calor, como pájaros. Sin embargo, no muestran interés por eso y simplemente el que llaman Manuel Montoya, comenta:

-Cometió muchos errores juntos. Primero dijo que te iba a matar, luego permitió que mi bala saliera primero que la suya y entonces se le atravesó en el camino. No nos podía dañar la cita.

Le tiran tierra al Gitano como si se descargaran de malos recuerdos, mientras el sol continúa desgajándose hacia la noche, sin dejar de arrojar con rabia su bochorno.

-¿Por qué acordamos nuestra cita, compadre?

-Nos debemos tantas que ya el porqué no importa. Usted y yo no cabemos en el llano.

Oigan eso: no caben en estos parajes. Esas son palabras mayores si se sabe que el llano es como una melaza regada en una mesa: se va extendiendo hasta desbordarse y, visto desde cierta altura, una persona es algo menos que un gusano en el medio de su grandeza. ¡Y estos dos no caben en él! Pero puede tener razón ese tal Justo Molina, porque él y Manuel Montoya son como dos historias paralelas de Palo Caído, y ningún pueblo existe, que yo sepa, con dos leyendas vivas. Bueno, lo cierto es que decidieron que uno de ellos ha vivido demasiado y que ya estorba.

-Si me toca a mí –dice el Montoya arrojando las últimas paladas de tierra sobre el Gitano-, me entierras de pies, como los árboles.

-Yo me prefiero acostado del lado derecho. Así descanso mejor.

Entre tanto, don Rufo quizá se ha vuelto a dormir sobre el mostrador, mientras los que juegan en el rincón siguen apostando al que más tiempo pierda y el pistolero que busca a la tal Julia quizá está tirado sobre una silla, las botas encima de los bancos, un brazo sobre la meza, el otro abandonado a la ley de la gravedad, y el sombrero sobre los ojos. Quizás una mosca le espanta la modorra haciéndole monerías en el rostro.

En el cementerio, los que llaman Justo y Manuel, arrojan el último montón de tierra removida.

-Entonces que sea por la Flor.

-Que sea por la Flor.

Y aunque nadie les ha dado la señal, se dan la espalda en un acto simultáneo. Caminan lentamente, como si a cada paso dejaran caer pedazos de su cuerpo. Tal vez para hacer más justificada la muerte, van recordando a la Flor.

La Flor fue una muchachita de escasos quince años que se robaron por allá por el Guairico y que había nacida para el pecado porque, a su escasa edad, ya no le encontraron el certificado de inocencia que debió cargar entre las piernas. Lo cierto es que harto tiempo que anduvo con ellos, pues hasta cariñosa se volvió la muchacha. Pero cierto día amaneció de parto, que es una enfermedad sumamente peligrosa en esa soledad que ha emparejado el llano. No pudo desocuparse del retoño de esas dos bestias que se asomaban a su sexo, menos preocupados que curiosos por ver qué cosa saldría. Así fue que la Flor se fue esfumando y quedó para siempre como burlándose de ambos, porque se les llevó el heredero. Yo creo que esa paternidad jamás se hubiera definido, porque Justo y Manuel se han ido asemejando tanto últimamente, que parecen dos cáscaras de la misma almendra. Además, ¿heredero de qué?

Después de despedirla, cada uno culpó al otro de su muerte, con el argumento simple de que ambos se creían capaces de no engendrar.

De muchas de esas cosas deben ir acordándose ahora, porque decidieron que el duelo es por la Flor.

Yo no conté los pasos porque ellos saben cuántos son. Tienen las manos en la empuñadura. Tal vez ya ni sudan. El montón de tierra que se ha de chupar al Gitano está en el medio de ese momento crucial de sus destinos, como si fuera la propia Flor. Yo me imagino a la muerte flotando sobre ellos, lista para descargar el guadañazo.

Se dan la vuelta tan rápidamente como es posible imaginarse, pues ambos se construyeron para ese movimiento. Aunque caen dos agujazos sobre el metal, se escucha una sola detonación. El estrépito se desparrama por toda la cara del llano. Esa voz no muere allí cerca de sed ni de insolación, porque no es la de ningún ser vivo: es la voz de la Muerte

Relinchan los caballos y parece que se quejó un toro.

Justo cayó de frente como un tronco porque, de lo puro macho diría yo, sus rodillas no se doblaron. Si es cierto que la bala corre más rápido que el sonido, Justo no escuchó la detonación pues, la que le tocó, le borró el mundo anidándosele en el cerebro.

Manuel Montoya vio caer a su compadre, pero, como olvidándose de ese deber cristiano de echarle tierra encima a los muertos, le da la espalda y coge el camino de Palo Caído, sin voltear a mirar siquiera a los caballos. Va sintiendo cómo un gusano caliente le parte la carne persiguiéndole la vida entre el laberinto de su cuerpo. El lado izquierdo se le ha vuelto muy pesado, como si todos sus recuerdos se le recostaran bajo el brazo.

Alcanza a escuchar un nuevo bramido de toro. Una sed de arena le clava las garras en la garganta y le cuartea los labios.

Tal vez recuerda a la Flor, a ese posible hijo al que siempre tachó de cobarde porque no le partió a patadas las entrañas a su madre para que lo dejara salir; al Gitano y a tantos más que trajeron su cadáver para que él les ayudara a malmorir. Mientras tanto, el cuerpo no resiste su paso y se va quedando agarrado a un puñado de ese polvo caliente que el verano hace brotar en este llano. Medellín, Mayo de 1989



Cuentos
Dimensiones: 12,5 x 19 cm
Medellín, 1991
120 páginas.

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